Con globos negros simbolizaron el duelo por la muerte de la joven democracia
Jornada agridulce para el pacífico movimiento civil lopezobradorista
La ausencia de más de la mitad de los invitados al Auditorio, otro triunfo de la resistencia
Un ciclo terminó ayer. La gente, ah, la gente hecha de cientos de miles de personas indignadas, caminó sobre los dos sentidos del Paseo de la Reforma delante, detrás y a los lados de Andrés Manuel López Obrador, para cumplir, así fuera ya de modo simbólico, el último de los tres acuerdos que adoptó entre julio y septiembre, durante el histórico plantón del Zócalo: impedir la toma de posesión del "presidente espurio".
Este había logrado colarse al Palacio Legislativo de San Lázaro y ponerse, él mismo, la banda tricolor, pero la gente, ah, la gente, de todas maneras marchaba contenta porque la zacapela de tres días que se había desarrollado en el Congreso de la Unión y esa protesta demostraban que el supuesto "vencedor" oficial de los comicios del 2 de julio seguía entrando a todas partes por la puerta de atrás y el mundo tenía que preguntarse a qué se debía eso. ¿Pues no que ganó? ¿Y entonces?
Era una jornada agridulce, en verdad muy extraña, en la que predominó como de costumbre el espíritu pacifista de este movimiento civil. Pese a los campamentos que grupos afines a la bancada del PRD en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal instalaron desde la víspera en el Zócalo, ayer a las seis y media de la mañana no había más de 100 personas frente al pequeño templete colocado ante el Palacio Nacional.
Para quienes habían dormido en los hoteles aledaños, temiendo que la irrupción del gentío de otras fechas les impidiera estar cerca de López Obrador, la visión de las frías tinieblas previas al alba y de las escasas siluetas humanas que devoraban tamales oaxaqueños alrededor de las ollas humeantes, auguraba un fiasco y el principio de la derrota definitiva.
Pero a medida que las sombras empezaron a transformarse en luz y en calor y, sobre todo, a partir del momento en que entraron en servicio los trenes del Metro, la gigantesca plancha asfáltica adquirió otros colores: el gris del cemento desaparecía poco a poco bajo las faldas, los pantalones, las chamarras, los sombreros, las cachuchas, las bufandas y las mantas que volvían tercamente a repetir: "¡Es un honor estar con Obrador!".
Eran casi las ocho de la mañana cuando Jesusa Rodríguez, como si el tiempo no hubiera pasado desde el 15 de septiembre, volvió a ser, otra vez, la amable anfitriona del Zócalo atendiendo a los invitados al plantón. Sólo que ahora las 100 solitarias y solidarias personas del amanecer se habían convertido en 5 mil, y media hora después, cuando López Obrador llegó con sus hijos a la parte de atrás del templete, eran ya 40 o 50 mil, de todas las edades, colores y sabores, hombres, mujeres, ancianos y niños de pecho y de brazos, de frente y de perfil.
López Obrador pronunció un discurso breve y directo. Dijo que este había sido un movimiento muy prudente pero que "todo tiene un límite". Era no una bravata sino un mensaje a las fuerzas represivas que sitiaban el Congreso de la Unión para advertirles que en caso de que atacaran a los diputados del Frente Amplio Progresista (FAP) la gente del Zócalo actuaría en consecuencia.
Dijo después que era un movimiento radical porque "no se rinde" y cuando empezaba a explicar el plan de acción del día, esto es, caminar pacíficamente hasta el Auditorio Nacional, "o hasta donde nos dejen llegar", de todos los lugares de la plaza surgieron globos negros repletos de helio que se enterraron en las alturas del cielo primero como clavos, después como tachuelas y por último como alfileres en señales de duelo por la muerte de la joven y enclenque democracia que apenas, de 1999 a 2000, existió en este país.
A la gente, ah, la gente, el repentino elemento plástico no la conmovió en absoluto: en el fondo del alma no la calentaba ni el sol ni el discurso, pero si algo la entusiasmaba era la perspectiva ilusoria de llegar al Auditorio Nacional, ocuparlo furiosamente y poner en práctica el acuerdo de abolir el régimen con todas sus instituciones corruptas e iniciar una nueva etapa histórica por la felicidad de nuestro pueblo.
Pero no: en los pasados seis meses nadie había roto y nadie iba a romper un solo vidrio, así como nadie había pintado ni iba a pintar un solo muro, y con toda calma, pero gritando como siempre "¡es un honor estar con Obrador!", la gente, ah, la gente siempre disciplinada se formó detrás del camión de sonido y partió en abigarradas columnas a través de 16 de Septiembre, Madero y 5 de Mayo, para reunirse en avenida Juárez y encontrarse, ya en Reforma, con mucha más gente que esperaba en las glorietas del camino, ansiosa de sumarse al río de gritos y puños que inundaba todos los carriles de la avenida que durante siete semanas y media, fue el hogar colectivo del descontento nacional.
Más allá del Angel de la Independencia y de la Diana Cazadora la gente vio que antes de la puerta de Los leones de Chapultepec y a los pies de la Torre Mayor, había incontables cascos y no precisamente de refrescos. Eran granaderos del Gobierno del Distrito Federal y delante de ellos había rejas y delante de éstas un templete, dos micrófonos, un maestro de ceremonias y un podio.
El hombre de la voz trataba de organizar a la gente para que formara una valla por la cual deberían pasar López Obrador, los líderes de los partidos del FAP y los diputados que habían participado en la batalla de San Lázaro. Estos, con sagacidad ajedrecística, habían cerrado por dentro todas las puertas del salón de plenos, para evitar que entrara Felipe Calderón, pero según las crónicas que narraban los que llevaban radios portátiles pegados a la oreja, el neonazi austriaco mejor conocido como Terminator había ingresado en el recinto "repartiendo autógrafos", cosa que distrajo a los del PRD y que Calderón aprovechó para colarse por una puerta secreta, seguido de Vicente Fox, y consumar la "toma de posesión" más breve y ridícula de todos los tiempos.
Ahora que eso era ya cosa de dominio público, y los líderes hablaban elogiando a los diputados, y Leonel Cota acusaba al presidente de España de "traidor a la izquierda" y evocaba la espantosa represión que vive Oaxaca, y Rosario Ibarra de Piedra proponía que donde cada quien vea a Calderón le grite "¡espurio!" hasta desgañitarse, idea que miles de gargantas llevaron a la práctica de inmediato, la gente, ah, la gente, ahora se pasaba de boca en boca la última novedad del momento. Y ésta decía que gracias a la manifestación que estaba a punto de terminar, la mitad de los invitados no había llegado al Auditorio Nacional y eso, a no dudarlo, era "un triunfo más de la resistencia", como habría dicho Jesusa, que se había quedado en el Zócalo a organizar la evacuación.
Hacia la soledad
Entonces vino el segundo discurso de López Obrador, acerca de las tareas del futuro, mediante las cuales "a pesar de las burlas, de las críticas, de los insultos y de las calumnias", de que "traten de intimidarnos diciendo que va a hablar mal de nosotros, ¡uy! (Joaquín) López Dóriga", contra viento y marea "vamos a transformar este país, a fundar una nueva república", y tras de reiterar que el movimiento, "como decía Benito Juárez, va a rescatar a México como se pueda, con lo que se pueda y hasta donde se pueda", la gente alzó el puño izquierdo o los dedos de la V de la victoria y rompió a entonar el Himno Nacional en su versión grabada, es decir, mucha más rápida de lo que se canta a capela, y después de escuchar que había una persona lastimada y que necesitaba un médico, y de saber que algunos provocadores lanzaban objetos contra los granaderos, la gente empezó a caminar en sentido opuesto, de nuevo hacia el Zócalo, y a querer o no se fue saliendo del Paseo de la Reforma y entrando, cada quien, poco a poco, en su propia soledad, sin saber hasta cuándo volverá a verse reflejada en el gran espejo que es ella misma, la gente, ah, la gente...
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