Preámbulo
A manera de preámbulo, apuntare que la mañana del 13 de septiembre de 1847 amaneció lluviosa. Al pie del cerro del chapulin, entre los ahuehuetes, aproximadamente 300 hombres del batallón Fijo de San Blas calentaban su desayuno. Este consistía en unos totopos, desafortunadamente engusanados, que habían recibido de la intendencia del ejército durante su paso por la ciudad de México. El batallón había marchado varias horas, durante la noche, desde la zona de la villa, donde se le había acantonado previamente. A pesar del cobijo de los ahuehuetes, el frío del altiplano (al que no estaban acostumbrados por ser gente de tierra caliente), el suelo rocoso y la lluvia pertinaz no les había dado buen reposo durante las pocas horas que habían dormido.
A todos estos contratiempos se añadían continuos sobresaltos. Durante toda la noche se vieron columnas de dispersos, heridos, desertores, y perdidos que vagaban por el frente del batallón. El “¿Quién vive?” se oyó continuamente durante la noche. Y las noticias que traían estos fugitivos no eran halagadoras.
Aparentemente en la zona de Contreras o Padierna había habido un enfrentamiento. Y este había sido adverso para los mexicanos. Había barrancas que estaban llenitas, decían estos fugitivos, de muertos (y que por ese nombre se les conocería después). El enemigo les pisaba los talones, anunciaban esta gente. Traen artillería poderosísima, fusiles modernos, y parque en abundancia. En cualquier momento, advertían, se presentaran ante el cerro.
Aunque los del San Blas hubieran querido, hubiera sido inútil integrar a sus filas a estos hombres. Estaban derrotados, desmoralizados, y sin armas ni municiones. Hubieran sido mas estorbo que ayuda.
“¡Déjenlos ir!” ordenó el coronel don Santiago Xicotencatl, que comandaba el batallón. Confiaba completamente en sus hombres. Ellos, y los restos de la brigada ligera, habían cubierto la retirada del resto del ejército en Cerro Gordo. Ambos cuerpos se habían retirado en buen orden, dando la cara al enemigo, y forzándolo a seguirlos solo a distancia. El precio en sangre había sido considerable. El San Blas solo tenía la mitad de los hombres con que debería de contar. La brigada ligera, que expulsó repetidamente al enemigo del convento de Churubusco, ya no existía: todos sus hombres o habían caído o estaban heridos.
Los oficiales y jefes recorrían los vivaques inspeccionando las armas de las que disponían. Estas consistían en rifles tipo “Brown Bess”, o “de piedrita”, que Iturbide había comprado 30 años antes a Inglaterra. Las tropas de Wellington las habían sido usadas contra las legiones de Napoleón el grande. Luego fueron el pan nuestro de cada día de la infantería mexicana en las guerras intestinas, asonadas, expediciones a Tejas, y otras peripecias que siguieron a la independencia.
Pero había algo que preocupaba especialmente a los jefes: la lluvia haría mas ineficaz a esos viejos fusiles “de piedrita”. Además, ya muchos estaban tosiendo: la intemperie, el mal descanso, y el mal comer empezaba a hacer estragos. Tampoco recibirían mucha ayuda de don Nicolás Bravo que defendía la cima del cerro. Este solo tenía por tropa gente de leva y unos chamacos imberbes. No había contacto en sus flancos con ningún otro cuerpo mexicano. Y la artillería del fuerte, consistente en viejos cañones españoles que había traído consigo Calleja, apenas si llegaba a las líneas del San Blas.
La orden que había recibido Xicotencatl del general presidente –Santa Anna—era terminante y no admitía otra interpretación: “sosténganse al pie del cerro sin dar un paso atrás y no permita el paso al enemigo”. Así pues, el San Blas se disponía a entrar en batalla en condiciones francamente desventajosas. El único punto a su favor era que era un cuerpo veterano, con lideres experimentados, que no se había quebrado jamás. Hasta aquí este preámbulo.
La Derecha Mexicana y el Patriotismo
El patriotismo generalmente se define como amor por la patria. La derecha en México denosta el patriotismo llamándolo tan solo patrioterismo o sea, falso, sin sinceridad. Y hasta aduce que el patriotismo –todo, sin calificativo—es caduco. Por lo general la derecha no presenta argumentos para sustentar sus acusaciones o esa tesis. La reacción de la derecha mexicana es visceral y rabiosa. Es la unica derecha en el mundo que no hace un fetiche del patriotismo, bien sincero o falso. Tanto Hitler, Mussolini, Franco, y Reagan se las daban de patriotas. ¿Por qué la derecha mexicana aborrece el patriotismo?
Algo le pasó a la derecha mexicana en la primera mitad del siglo XIX que la hizo fundamentalmente antipatriotica. Don Lucas Alaman, un caballero, según admite el mismo Guillermo Prieto, era el genio diabólico de Santa Anna. Su eminencia gris. Mientras vivió Alaman, el cojo se lograba sostenerse en la silla. Y el patriotismo de Alaman era pragmático, que ya es algo. Reconocía a los EEUU como un peligro y buscaba el oponerse a los estadounidenses armando alianzas en Europa. Pero a raíz de la muerte de Alaman el patriotismo de la derecha mexicana degenero rápidamente, especialmente cuando se dio el beso del diablo con el clero y los magnates.
Y es que hay que recordar los nombres de los generales mexicanos que se enfrentaron al invasor en la primera mitad del siglo XIX: Adrian Woll (que retomó San Antonio en 1842), Lombardini (que estuvo al mando de las tropas de leva que rompieron la línea de Taylor en la Angostura), Ampudia (que la cagó en Palo Alto y en Monterrey) y hasta el mismo Santa Anna (que la cagó de todas todas).
Ciertamente Lombardini se portó bizarro en La Angostura. Y fue en La Angostura que un obús gringo mató un caballo que el cojo montaba (nos hubieran hecho el favor completo, ¿que culpa tenia el cuaco?). Estas gentes, por lo general conservadores, muchas veces pretorianos y arbitrarios, fueron los que acaudillaron a los mexicanos en esas epopeyas. A veces daban muestra de valor –estos criollos o gachupines no eran coyónes—pero desgraciadamente eran torpes en cuestiones militares. El mismo Santa Anna admitía que sus generales no valían más que unos sargentos.
Sin embargo, había algunos entre estos criollos que mostraron patriotismo sin tacha. El general Mier y Terán, criollo, ex realista, y lugarteniente de Santa Anna en la defensa de Tampico contra la expedición española de 1828, fue comisionado por el congreso para inspeccionar las defensas de Tejas. Mier y Terán recorrió los presidios olvidados de esa provincia expuesta. Vio con sus ojos como los “empresarios” –asi se hacían llamar—como Travis, Houston, y Austin introducían miles de colonos norteamericanos sin siquiera pedir permiso. Incluso metían a sus esclavos negros, a pesar de que México había abolido la esclavitud. (Forzaban a los negros a firmar contratos laborales de 99 años para taparle el ojo al macho.)
Mier y Terán presentó un reporte alarmante ante el congreso. Sobra decir que si hoy la cámara de diputados es una bola de inútiles tampoco servia de mucho en la década de los 1830’s. Nada del famélico presupuesto se usó para reforzar a los presidios olvidados de Tejas. Siguió el baile de los golpes y contragolpes, el “quitate tu, que me toca enriquecerme” de entonces. Tan deprimido quedó Mier y Terán al ver que sus esfuerzos para defender Tejas eran inútiles que se suicido. Desgraciadamente era de los pocos generales mexicanos con algo de habilidad militar.
En los años que siguieron a la hecatombe de 1847 apareció una nueva camada de generales conservadores: Miguel de Miramon, Leonardo Márquez, Zuloaga, Mejia, y otros. A estos el pueblo los conocía como “los mochos” por ser incondicionales de Santa Anna, el cual estaba mocho de una pata.
Al caer el último gobierno de Santa Anna estos mochos quisieron aferrarse al poder. Para oponerlos, el partido liberal formó batallones de guardias nacionales, generalmente gentes de leva y muy mal armada. Así pues, los mochos tenían de su parte lo que quedaba del “viejo ejercito”, bastante mejor equipado y disciplinado que las tropas liberales. Al mando de los ejércitos liberales estaba don Santos Degollado, un ex seminarista y soldado improvisado como la mayoría de nuestros generales del siglo XIX.
Desafortunadamente, a don Santos le “quitaban una pluma al gallo” a cada rato. Miramón era más hábil que don Santos y había egresado del colegio militar. Los liberales tenían, sin embargo, dos ventajas. Primero, no se quebraban. Después de cada derrota don Santos juntaba a sus tropas dispersas, las armaba como se pudiera, y volvía a la lid, así, desplumado y todo. Segundo, en las llanuras del norte se habían forjado cuerpos acostumbrados a pelear tanto con apaches como con gringos. Estas tropas, capitaneados por jefes como Zaragoza y Escobedo, eran conocidos como “los chinacos” y heredaron las tradiciones de audacia inaudita de la caballería mexicana. A la larga, después de tres años de lucha fraticida (1857-1860) don Santos triunfó.
Miramón nunca había tenido empacho en desplumar a los dos grupos con dinero en el país, los empresarios (agiotistas, hacendados, comerciantes, mineros, etc.) y la iglesia, con tal de armar sus ejércitos. Presidente a los treinta años, confiaba en su espada y en el “viejo ejercito” y no tenía empacho en fundir la plata de las iglesias o interceptar un cargamento que venia de las minas si así podía alimentar a su tropa. Cuando este “viejo ejercito” fue finalmente deshecho frente a las murallas de Veracruz, Miramon y sus generales ya no estuvieron en posición de dictarles órdenes a los señores del dinero o a la iglesia. De ahí en adelante este binomio seria el que dictaría la agenda de la derecha mexicana.
Así pues, el antipatriotismo de la derecha mexicana es entendible. El capital, recordaran, no tiene patria. Solo busca donde se puede reproducir. Y pocos son los señores del dinero en México que realmente son mexicanos. Por lo general son criollos que desprecian a la masa morena del pueblo de México o bien son extranjeros. Y por lo que toca a la iglesia, pues su reino no es de este mundo, dicen. Recuerden que cada cura jura obediencia a un príncipe extranjero: el papa. Esperar patriotismo de gente así es inútil.
Sin embargo, hay excepciones a esa regla. El patriotismo de los kaibatsu japoneses –consorcios industriales como Mitsubishi, Toyota, etc.—es indudable. Resentidos por la postración que sufrió su país a raíz de la derrota de 1945, los kaibatsu decidieron convertir a su país en potencia otra vez. Y no dudaron en invertir en traer expertos –Deming, Juran, etc.—para que les enseñaran técnicas avanzadas de control de calidad, etc. Hay que entender la óptica de estos kaibatsu en 1945, en medio de un Japón arruinado.
Si hubieran querido, estos kaibatsu bien podrían haberse dedicado a importar bienes del extranjero, sin desarrollar su propia industria, igual que lo hicieron los señores del dinero en México a raíz de la introducción del TLC. Y Japón estaría hoy igual que jodido que México. Todo lo contrario, los kaibatsu prefirieron invertir en su país y reconstruir las ruinas de su industria sabiendo que solo así volverían a hacer grande y prospero al Japón. Pero, como apunte, estos kaibatsu se consideraban, primero que nada, japoneses, amaban a su patria. Nuestros señores del dinero rara vez son mexicanos y poco aman a México.
Y por otra parte, un ejemplo de patriotismo a toda prueba fue dado por la iglesia española durante la invasión francesa de 1808. En cada iglesia los curas arengaron al pueblo español para defender la patria. Cierto, los curas españoles lo hacían por razones obscurantistas: consideraban subversivas las ideas de la revolución francesa. Pero hay que comparar el comportamiento de la iglesia española en ese entonces con el de la iglesia mexicana durante 1847. El arzobispo mexicano, después de recibir a los enviados secretos del invasor, no tuvo empacho en ordenar a sus curas que predicaran que “si los gringos nos quitan medio México es porque asi Diosito lo quiere”.
La derecha mexicana, entonces, a raiz de la muerte de Alaman y su derrota en la guerra de los tres años adoptó como suya las banderas de los señores del dinero y de la iglesia. Degeneraron (si es que alguna vez tuvieron algo de valía) en simples gatos de los magnates y de los curas (y aun lo son). Derrotados por Juárez, la derecha “mexicana” no tuvo empacho en irse a postrar enfrente de un habsburgo sifilítico en Miramar y ofrecerle la corona de México. Unos cuantos años después Miramon y Mejia no servían sino para ser comparsas de ese príncipe extranjero en el camino al cerro de las campanas.
Epilogo
Fue para el mediodía del dia 13 que las primeras avanzadas del enemigo se presentaron ante el San Blas. Eran batallones de voltigeurs o infantería ligera de la división de Pillow los que se acercaban en dirección al castillo y buscaban establecer el número y posiciones de los mexicanos.
El San Blas, cuerpo veterano, guardo su disciplina de fuego. Sus soldados se parapetaron entre los ahuehuetes tratando de ocultar lo corto de sus números. Xicotencatl mandó varios correos al general presidente haciéndole saber de la situación. Nicolás Bravo, en el castillo, también hizo lo mismo. La mayoría de su gente de leva ya había desertado y solo tenia unos cuantos artilleros y a los chamacos para defender el punto. Sin embargo, Santa Anna no hizo nada para reforzar las defensas.
No pudiendo establecer a ciencia cierta el número y posiciones de los mexicanos, Pillow ordenó a su infantería avanzar. Xicotencatl esperó hasta tenerlos a tiro, los fusiles de piedrita no tenían mucho alcance. A una distancia apropiada Xicotencatl ordenó a sus hombres descubrirse y empezar a disparar. La artillería del castillo abrió fuego. Muchas de las granadas cayeron entre las filas del San Blas pero buena parte cayó de lleno entre las gruesas columnas de la división de Pillow. El primer embate del enemigo fue parado en seco. Cayeron filas enteras de estos. Pillow ordenó el alto.
Volvieron otra vez a entrar en acción los voltigeurs. Estos tenían carabinas modernas y de largo alcance, mucho mejor que los fusiles de piedrita mexicanos. Por lo corto de sus números, las líneas del San Blas estaban muy extendidas y había huecos sin cubrir.
El tiroteo se generalizo. El enemigo estaba en todas partes. Estaban rodeados. La suerte del San Blas estaba decidida. Y si caía el castillo caía la ciudad. Xicotencatl iba a asegurarse, sin embargo, de llevarse a cuantos enemigos pudiera por delante. A toda costa tenia que evitar que su gente se quebrara. Los matarían, si, pero no se quebrarían. Tal vez ya venían refuerzos en camino al castillo. Xicotencatl no tenia manera de saber esto a ciencia cierta. Su deber era resistir hasta el fin.
Cayó el soldado viejo que portaba la bandera del San Blas. Percatándose de esto, Xicotencatl la levantó otra vez. Los voltigeurs de inmediato centraron sus miras sobre el jefe mexicano. Este ondeaba su bandera animando a sus hombres. Xicotencatl cayó herido. Se volvió a levantar y recogió su bandera. Lo volvieron a herir, esta vez de muerte. Un par de subalternos lo levantaron y lo llevaron a la retaguardia, donde murió envuelto en la bandera del San Blas. Del resto de este cuerpo solo unos cuantos heridos sobrevivieron.
Un par de semanas después de la caída de la ciudad de México se vieron varios carruajes lujosos dirigirse en dirección a un restaurante en las inmediaciones del cerro del chapulin. Al pasar por un punto al pie del cerro los viajeros, todos señores elegantemente vestidos, se tuvieron que tapar las narices con finos pañuelos de seda. Y es que entre los ahuehuetes se encontraban los cadáveres insepultos y engusanados de los soldados del San Blas.
Hasta el lugar de la tertulia no llegaban los vapores de los muertos del San Blas. El lugar era un restaurante elegante y lujoso, a la altura de los invitados. Los comensales disfrutaron de vinos importados y excelentes platillos. El invitado de honor era el general Winfield Scott, comandante de las tropas de ocupación norteamericanas. Los invitados eran miembros del clero y clases pudientes de México.
Entre brindis y brindis en honor al general extranjero, finalmente se le hizo una oferta: ¿por qué no se quedaba Mr. Scott en México, con sus tropas, y se hace presidente o gobernador colonial? Había si, un gobierno en Querétaro –Santa Anna ya había huido—pero ese no seria mayor problema. Después de todo frente a Scott estaba la flor y nata de la aristocracia y la clase política mexicana. Estaban acostumbrados a quitar y poner gobiernos, no seria problema derrocar al de Querétaro. ¡Finalmente tendría la turbulenta republica paz y orden! Y si para lograrlo se entregaba a todo el país a los yanquis, pues sea.
Scott, buen político, no les dijo ni si ni no. La verdad es que Polk, el presidente norteamericano de origen sureño, había considerado la anexión. Sin embargo, a Polk el incorporar a varios millones de mexicanos –indígenas y por lo tanto inferiores según la visión racista de los estadounidenses—no lo entusiasmaba.
Y mientras esta oferta generosa y entusiasta era presentada, a tan solo una corta distancia, los zopilotes se engordaban con los restos de los soldados del San Blas y los chamacos de Bravo. Se me podría acusar de maniqueísmo si desgraciadamente no fuera todo esto que relato histórico (ver “México Mutilado”). Francamente, da asco relatar este banquete pero sirva este ejemplo para ilustrar la herencia de traición de la derecha mexicana.
Así pues, el patriotismo mexicano, el verdadero, el inspirado por el amor a la patria, es un legado de gloria, de sangre, de honor. El mexicano es patriota por terco, por no quebrarse, por no darle el gusto al adversario. Así lo hicieron los soldados de Xicotencatl y así de tercos fueron los soldados de Santos Degollado. Y si México existe es porque siempre ha habido un patilludo terco y rebelde montado en un cerro mentandole la madre al virrey o tirano del momento. En suma, si el mexicano no fuera patriota no seria mexicano, seria derechista.