Actores y Escenarios
Por Luis Gabriel Osejo
Justicia Republicana
Deshonrado con lo peor que le pudiera pasar a un Presidente de la República (negársele la entrada a la Casa del Pueblo), Vicente Fox Quezada tuvo que tragarse el coraje y comenzó a pagar su traición a la Patria, su traición a la Democracia.
Paradójicamente con todo el despliegue militar que incluyeron tanquetas arroja agua, ominosos muros de hasta cuatro metros de altura (y nos quejamos del muro fronterizo que está por construir EU) y miles de soldados dispuestos a reprimir al Pueblo, paradójicamente –repito- el único que no pudo entrar al Palacio de San Lázaro fue el propio pequeño fox.
A partir de este momento, los hombres y las mujeres demócratas representados por los legisladores perredistas y petistas, pusieron en su lugar al defraudador más grande de los últimos años (y no me refiero al proceso electoral, única y exclusivamente hablo de sus promesas electorales de hacer crecer la economía al 7 por ciento anual, a resolver el conflicto de Chiapas en 15 minutos, a crear anualmente un millón de empleos anuales, a…); al mentiroso que escupió literalmente sobre nuestra Constitución, al desvergonzado que juró en vano acatarla y hacerla respetar.
Pero Vicente Fox "escupió para el cielo" porque por primera vez desde que comenzó su administración ha recibido un castigo, si no divino, sí Republicano. Justicia Republicana.
La estrategia de Andrés Manuel López Obrador, que no de la Coalición Por el bien de Todos, resultó: sus huestes no fueron al Congreso de la Unión a reclamar nada; y así exhibieron la estatura política del presidente.
Por supuesto que hay dolor y hay sentimientos encontrados en el torbellino de imágenes y hechos que se han sucedido a partir de la tarde nublada del viernes pasado.
Por una parte ha sido doloroso ver el cansado paso del presidente sólo consolado por la pequeña mano de su pareja presidencial; bajando las escalinatas mojadas del edificio legislativo y verlo agitar la mano al aire como si se estuviera despidiendo de quién sabe quién o de quién sabe qué porque a su alrededor sólo había cientos de elementos del Estado Mayor Presidencial, de la Policía Federal Preventiva y algunos curiosos empleados de la Cámara.
Por supuesto que causó frustración y tristeza ver cómo se alejaba contrariado, con mucha pena y ni una pizca de gloria; después de todo se trataba del hombre que tantas y tantas esperanzas había generado entre todos el otro día lluvioso y nublado, el dos de julio del año 2000.
Pero también estamos hablando del hombre que gustoso se convirtió en lo que hoy es. En nada.
Lo que pasó el viernes sólo es una pequeña probadita de lo que puede pasar cuando se ratifique el “triunfo” de Calderón a quien es casi seguro que tampoco podrá rendir protesta ante el Congreso.
Hoy puede ser declarada la validez o la nulidad de las elecciones presidenciales, pero como se están dando las cosas, lo más seguro es que los siete magistrados que integran el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación declaren su validez y le levante la mano a Calderón.
Entonces los días más difíciles están por venir; se agudizará la movilización ciudadana que respalda a AMLO pero también los poderes formales con el monopolio de la fuerza pública buscarán, a cualquier precio, que Calderón suba a la tribuna que no pudo subir Fox para convertirse en el nuevo presidente de la República.
Lastimosamente, cualquier escenario que hoy pudiera imaginarse no puede ser alentador.
México no es un pueblo que pueda presumir de la vocación demócrata de sus gobernantes.
En 185 años que tenemos como Nación (a partir de 1821 con la consumación de la insurgencia ficta de Agustín de Iturbide, que no fue más que un acuerdo entre masones criollos e hispanos para desprenderse del gobierno monárquico de Fernando VII que había sido obligado a jurar la constitución liberal conocida como la “Pepa”) muy pocos han sido los que no han sucumbido a la tentación de perpetuarse en el poder.
De la primera República (1824) hasta el último periodo de gobierno interrumpido de Porfirio Díaz (1911), jamás hubo una elección democrática en nuestro País. Ni una sola.
Ni siquiera con Benito Juárez que durante la Guerra de Reforma y de la Restauración había hecho de la presidencia una decena de carruajes que andaban a salto de mata por los caminos de la Nación, puede decirse que hubo democracia en México.
La primera vez que el pueblo eligió cabalmente a su presidente fue en la elección de junio y julio de 1911 (por la falta de comunicaciones antes las elecciones se realizaban en dos o hasta tres meses) que llevó a Francisco I. Madero a Palacio Nacional.
Pero esa democracia llegó por la vía violenta, no de manera pacífica o pactada. Si Porfirio Díaz hubiera oído sus propios consejos publicados por el periodista James Creelman en 1908, seguramente hoy sería recordado como el héroe más grande de México, incluso por encima de Juárez. Pero no lo hizo.
Arrestado, vejado y asesinado por Victoriano Huerta con el apoyo y auspicio del embajador norteamericano Henry Lane Wilson, Madero sólo pudo cumplir 15 meses en el gobierno nacional.
Entonces la verdadera revolución, o decenas de ellas, incendiaron la mayor parte del País (a excepción de algunos estados donde no pasó nada, como Querétaro cuya relación más cercana con la Revolución Mexicana fue el matrimonio de la sanjuanense Sara Pérez con Madero).
Derrotados los huertistas y contenidos, y hasta reducidos, los ejércitos de Emiliano Zapata y Francisco Villa –ambos convencionistas de Aguascalientes en 1915- el jefe del Ejército Constitucional, Venustiano Carranza asumió el gobierno federal en mayo de 1917, dos meses después de haberse aprobado la Constitución.
Pero Carranza, el hombre de leyes, el hombre que había entrado tarde al movimiento revolucionario, el que estaba arrepentido por no haber movido un solo dedo para evitar el sacrificio de su paisano Madero y del emeritense Pino Suárez, también cae en la tentación de perpetuarse en el poder y en 1920 nombra como candidato a sucederlo al ingeniero Ignacio Bonillas a quien pretendía convertir en su títere.
Lo que propicia el levantamiento de los “broncos sonorenses” (Plutarco Elías Calles, Alvaro Obregón y Adolfo de la Huerta) que fundan su rebelión en el Plan de Agua Prieta que entre otras cosas pero la más importante de ellas, desconoce como presidente a Carranza.
La nueva sacudida de las instituciones que apenas se estaban “estrenando” con el gobierno carrancista dejó como saldo la ejecución a mansalva del jefe constitucional en una pequeña y desvencijada cabaña en Tlaxcalantongo, Puebla.
Ungido Álvaro Obregón en la presidencia en 1920, tras un breve periodo de interinato de Adolfo de la Huerta que después volverá a levantarse en armas, también es seducido por la tentación de perpetuarse en el poder.
En 1924 nombra candidato presidencial a Plutarco Elías Calles a quien le ordena que modifique la Constitución para poder elegirse en el 29; vencedor de los comicios presidenciales, el General Obregón es asesinado de un balazo por el joven José de León Toral mientras hace sobremesa en el restaurante “La Bombilla” mientras la orquesta interpreta su pieza favorita: “el limoncito”.
“Quién quiera asesinarme tendrá que cambiar su vida por la mía” había advertido Obregón. Y así fue; resultado del complot, el homicida, ligado al movimiento cristero, es fusilado por traición a la patria; además la queretana María Concepción Acevedo de la Llata, la madre Conchita, es enviada a las Islas Marías donde terminaría por colgar los hábitos y contraería matrimonio con otro reo más joven que ella.
Miembro de una reconocida familia queretana (dueños del pasaje comercial que lleva su apellido en las calles de Madero y en cuya planta alta muriera de un infarto el gobernador Benito Santos Zenea cuyo nombre se impone al Jardín que antes llevaba el nombre de “Obregón” por evidentes motivos ideológicos), su captura estremeció a la sociedad queretana.
A la muerte del héroe de Celaya, el presidente Calles “institucionaliza” la reelección pero ya no de las personas sino de un apéndice de gobierno al que eufemísticamente se le llama Partido Nacional Revolucionario. De cualquier manera Plutarco, el sonorense, el maestro de primaria, el abarrotero que también se arrepiente de haber entrado tarde a la Revolución, ejerce un maximato en los siguientes presidentes: Pascual Ortiz Rubio (1930-1932 y que renuncia tras sufrir un atentado al salir de palacio Nacional a manos de Daniel Flores), Abelardo Rodríguez y Emilio Portes Gil.
En 1934 Calles impone a su delfín en la presidencia: al joven General Lázaro Cárdenas del Río que logra exitosamente sacudirse el patrocinio del Jefe Máximo de la Revolución a quien destierra en los Estados Unidos.
A partir de entonces y en adelante la sucesión presidencial se resolverá de manera institucional pero sólo al interior de “partido”, entre los miembros de la familia revolucionaria; Cárdenas se desliga, y se deslinda, políticamente de su sucesor aunque motivado por la Segunda Guerra Mundial es nombrado Jefe de las Fuerzas Armadas. Hasta su muerte en 1970 tendrá un lugar preponderante en los gobiernos revolucionarios pero no intervendrá en las siguientes sucesiones.
Resuelta la lucha fraticida por el Poder al interior del partido (en adelante jamás volverá a correr la sangre en el cambio de mando) al exterior, la familia revolucionaria se convertirá en una verdadera maquina de hacer fraudes electorales.
De Juan Andrew Almazán que gana pero pierde la elección frente a Manuel Ávila Camacho hasta Cuauhtémoc Cárdenas que derrota en las urnas a Carlos Salinas de Gortari a quien lo salva la “caída del sistema”, el sistema político ejercido en todos los rincones de la República por el PRI-gobierno se convierte en el partidazo.
Respetuosos sólo de la segunda parte del lema maderista, antes porfirista, de “Sufragio efectivo, no Reelección” ninguno de los presidentes emanados de la Revolución Mexicana intentará reelegirse. Pero no les importará respetar el voto ciudadano.
Hasta la llegada de Vicente Fox, que en gran parte se le debe al último presidente del siglo pasado, sólo Madero figuraba como presidente electo democráticamente.
Y ni uno más.