El peso de la ingobernabilidad.
gerardo albarrán de alba *
México, D.F., 8 de septiembre (apro).-
México parece encaminarse por la misma ruta que en enero de 2000 le costó la Presidencia de Ecuador a Jamil Muhamad; o la de Argentina, a Fernando de la Rúa, en diciembre de 2001; o la de Bolivia, a Javier Sánchez Lozada, en octubre de 2003.
Las movilizaciones y la presión popular en estos países derrumbaron a mandatarios democráticamente electos y parecieron interrumpir procesos de normalización institucional construidos durante las últimas dos décadas en Latinoamérica, pero vistos con más atención eran todo lo contrario: fueron expresiones sociales de reclamo por la profundización de la democracia.
En nuestro país, ahora, la movilización provocada por la sospecha latente de fraude electoral amenaza con impedir que el nuevo presidente siquiera tome posesión del cargo el próximo 1 de diciembre, y aun si el panista Felipe Calderón lograra colocarse la banda presidencial y rendir protesta ante el Congreso de la Unión –cuya representación eventualmente podría reducirse sólo al presidente de la mesa directiva de la Cámara de Diputados, facultado para ungirlo presidente constitucional hasta escondidos en un baño–, no pocos prevén ya que difícilmente podría terminar su mandato de seis años al frente del Poder Ejecutivo federal.
Así, mientras otros países latinoamericanos padecen crisis de gobernabilidad, en México la ingobernabilidad parece evidenciar una crisis de democracia como régimen político. Aquí sí están en duda las instituciones democráticas, porque fueron éstas las que sometieron un proceso político de transición a intereses mezquinos, al extremo de recurrir burdamente a las peores expresiones del autoritarismo que, en lugar de sepultarlas, las expropiaron para mantenerse en el poder al menos otro sexenio.
La Presidencia de la República, el Instituto Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación eran los responsables directos –aunque con diverso alcance– de garantizar la normalidad democrática en la primera sucesión en la era post-priista. Ninguna de estas instituciones estuvo a la altura.
El presidente Vicente Fox utilizó hasta la obsesión todos los recursos a su alcance –la mayoría ilegales–, pero no para apoyar al candidato de su partido –que nunca fue el suyo–, sino para impedir que llegara al poder Andrés Manuel López Obrador, ese dirigente populista de centro-izquierda que amenazaba al corporativo en que Fox convirtió al gobierno de la República, y que cooptó al Consejo Ciudadano del IFE –en contubernio con el PAN y con el PRI–, sometiéndolo a las directrices de intereses ajenos a la transparencia, legalidad, imparcialidad y certidumbre que debían cumplir.
Y el Tribunal Electoral optó por un formalismo jurídico que, en lugar de despejar las dudas sobre el fraude electoral, extendió un certificado de impunidad a los excesos e ilegalidades del poder político y del poder económico para éste y para futuros comicios.
De los partidos políticos, poco que agregar a su desprestigio. Es cierto que el PRD compitió con reglas de juego que obligaban a todos porque debían servir para la toma de decisiones colectiva y la resolución de conflictos, pero también es cierto que esas reglas –que no son otra cosa que las propias instituciones– fueron aplicadas en su contra.
Esto no justifica los errores de campaña cometidos por la coalición Por el Bien de Todos y su candidato –incluyendo la falta de previsión para documentar el fraude que hoy denuncian, si es que lo hubo–, ensoberbecidos por una victoria que daban por cierta desde antes de someterse al escrutinio ciudadano del voto, pero explica el encono que alimenta su protesta.
El PAN y el PRI renovaron el espíritu de las concertacesiones y se reparten canonjías.
En suma, el país está inmerso en la mayor crisis de gobernabilidad de los últimos 40 años, sin asideros institucionales operables y con un tejido social en descomposición. Existen actores estratégicos en México con la capacidad –es decir, con los recursos de poder suficientes para obstruir el funcionamiento de las instituciones– y que operan con la intención real de socavar la gobernabilidad del país, que se pretendía democrática, y estamos viendo que no lo es, pues no se rige por valores democráticos.
Durante décadas, México tuvo gobernabilidad, pero no democracia, y funcionó a fuerza del autoritarismo presidencialista que caracterizó a los 72 años de gobiernos de la Revolución institucionalizada.
Ahora tiene una parodia de democracia, y se le acabó la gobernabilidad, pues los partidos y las instituciones se disputan el poder basados en el clientelismo y el patrimonialismo, no en valores democráticos; los conflictos se trasladaron a las calles –como en Oaxaca y en el Distrito Federal– al carecer de un eficaz marco necesario para su resolución, y el crimen organizado se disputa como botín un país que precisamente dejó de lado la construcción institucional que garantizara mínimamente el equilibrio social, empleos bien remunerados, justicia imparcial y seguridad para todos.
En tanto, la ciudadanía no cree que ninguna de sus instituciones políticas pueda satisfacer sus demandas y, sobre todo, sus necesidades, y eso se expresa en la división electoral en tres tercios casi iguales: los que votaron por un cambio real en las relaciones de poder político, económico y social, representado por López Obrador; los que votaron por que nada cambiara –que fue el único terreno que el gatopardismo de Fox verdaderamente le abonó a Calderón– y el resto, que desperdició su voto en las inercias autoritarias que representa el PRI y sus desprendimientos o en las franquicias políticas que no tienen una razón programática para existir, sino que se disputan una parte del presupuesto para medrar.
Tienen razón quienes dicen que López Obrador en realidad no mandó al diablo a las instituciones, porque las instituciones ya se habían ido al diablo desde mucho antes, incapaces de contener y procesar pacíficamente los conflictos.
México se convulsiona por mucho más que un mero drama republicano. La movilización poselectoral en la Ciudad de México, la violencia de la crisis política y social en Oaxaca, las ejecuciones diarias por todo el país –cada vez más brutales–, el desprestigio de los partidos políticos y la desconfianza ciudadana en las instituciones fundamentales del país, ponen en tela de juicio todo el equilibrio institucional de nuestro sistema político y evidencian la urgencia de un nuevo pacto social que nos permita construir de una buena vez el modelo de gobernabilidad democrática que nos permita construir un proyecto común.La disputa, por el momento, no es hacia dónde se dirigirá ese nuevo pacto, sino desde dónde.
* Gerardo Albarrán de Alba, coordinador de proyectos académicos de la revista Proceso. ( albarran@proceso.com.mx)
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sábado, septiembre 09, 2006
MEXICO SE CONVULSIONA, HAY CRISIS DE INGOBERNABILIDAD.
Publicadas por Armando Garcia Medina a la/s 1:31 a.m.
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