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sábado, septiembre 09, 2006

LOS MAPACHES REALES.

Decadencia democrática.

Jesús González Schmal
09 de septiembre de 2006.

La resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación al otorgar plena validez a las elecciones presidenciales del 2 de julio, no podía ser peor. El demérito de todas las pruebas que acreditan las causas de nulidad genérica que, en la práctica, constituyen el elemento más antidemocrático de una elección (como lo es la intromisión del titular del Poder Ejecutivo en la campaña) resulta una aberración jurídica monumental que tendrá efectos inmediatos en la ira del pueblo burlado por un costoso Instituto Federal Electoral y un dócil Tribunal Electoral, cuyos integrantes renunciaron a un mínimo de congruencia en su dilucidación jurídica, tal como lo hicieron inmediatamente después ocho ministros de la Suprema Corte.

Esta determinación, cuando tuvieron a la mano, desde el recuento de los votos hasta la observancia de la propia jurisprudencia del Tribunal (que en casos idénticos, como Colima y Tabasco, provocaron la nulidad abstracta), es una afrenta a la nación y una licencia irrevocable a la anarquía electoral futura.

Imaginémonos el escenario electoral dentro de tres o seis años, cuando con el precedente que hoy se "institucionaliza", de un IFE prostituido y un Poder Judicial Federal encubridor, se celebren elecciones sin la mínima garantía de equidad, objetividad y certeza. Lo único cierto es que la involución de nuestro proceso electoral llegará a extremos nunca vistos. Todavía, con el sistema de partido oficial reconocido (PRI), al menos se daba una dinámica interna entre sectores para tomar una decisión de equilibrio. Con el método Fox, desde la exoneración que logró del IFE de la organización delictiva Amigos de Fox, bastan la arrogancia de la prepotencia presidencial y el servilismo de los órganos electorales, para consumar la imposición.

Ninguno de los autores de estos operativos podrá negar su responsabilidad histórica. La lógica democrática que reconoce como la mejor forma de castigo a un periodo presidencial disparatado y regresivo en el desarrollo nacional, la de la condena popular electoral al continuismo, ha fallado. El premio de un supuesto triunfo electoral al candidato del mismo partido de un sexenio perdido es una contradicción inaceptable.

La respuesta popular es impredecible. Un pueblo lastimado hasta el alma con esta burla. Una sociedad humillada en el interior y en el exterior con un Presidente locuaz que no tiene pudor ni reparo en arrastrar la investidura presidencial; hoy se levanta con el triunfo que conlleva el tapar en el futuro los desfalcos, latrocinios e inmoralidades generalizadas que caracterizaron la gestión de gobierno.

Cuando en los albores de la Revolución de 1910 se decía que la causa maderista resumida en la reivindicación de los derechos políticos estaba sentenciada al fracaso porque lo que el pueblo demandaba prioritariamente era la justicia social, hoy a casi 100 años de distancia, cuando la marginación se ha agudizado, aún así, la conciencia colectiva bien sabe que sin sufragio efectivo y democracia real, económica y social, las promesas de justicia y responsabilidad social son demagogia y verborrea barata.

Sólo comprendiendo la profundidad del sentimiento humano y la natural vocación a la libertad y al derecho político como la capacidad irrenunciable para compartir el poder de las decisiones públicas, se podrá entender la importancia de la pulcritud y certeza requeridos en el resultado electoral. Un candidato dizque triunfante el 2 de julio como Felipe Calderón, que no fue capaz de estar al lado del pueblo en su exigencia de recuento voto por voto, y que solapó la manipulación de las cifras electorales precedidas de la injerencia de Fox en el proceso, está ilegitimado de inicio y sin autoridad ética para emprender los grandes desafíos de México.

Bien saben los que consumaron el ilícito electoral que su manido argumento de que el voto estuvo mal defendido jurídicamente en las casillas, que ello es un sofisma con la premisa falsa de cargar a los ciudadanos la culpa de que los tahúres y mapaches electorales logren su propósito.

En los años más oscuros del fraude electoral oficial (no encubierto con órganos electorales como ahora) esa era la repetida justificación para consumar el despojo político a la oposición.

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