Monopolios.
David Ibarra.
24 de enero de 2007.
En México gustamos de los dogmas, en tanto fórmulas simplistas de separar lo bueno de lo malo, de eludir la tarea de constatar tesis con realidades, de pensar e investigar, de repasar las enseñanzas de la historia. Así se nos vendió la tesis de que la libertad de mercados todo lo resuelve, mientras el Estado es fuente de casi todos los males. Los resultados están a la vista: crecimiento y empleo menguan, la desigualdad se acentúa, se hace crónica, y la democracia se desacredita.
Hoy en día está de moda criticar a los monopolios como la raíz inequívoca del abuso al consumidor, de las ineficiencias productivas o de la falta de competitividad internacional del país. Sin duda el poder monopólico puede dar lugar a ese tipo de consecuencias. Sin embargo, con la supresión de fronteras y la abolición del proteccionismo, los productores nacionales, por lo general, enfrentan la concurrencia de toda suerte de empresas extranjeras, limitativas de su poder de mercado.
Entonces, la crítica más bien se endereza a derruir los pocos segmentos productivos que todavía abrigan empresas estatales o las que, siendo privadas, están sujetas a franquicias o concesiones oficiales que limitan por ley la entrada de nuevos oferentes al mercado.
La historia universal registra varias vías para contrarrestar el excesivo poder de mercado de las empresas. Uno consiste en obligar al fraccionamiento de los consorcios, otro a la regulación de los mismos, un tercero, al establecimiento de empresas estatales en donde políticamente se limita la maximización de las utilidades a costa de los consumidores.
Elegir uno u otro camino manifiesta inclinaciones ideológicas y, por supuesto, ventajas e inconvenientes significativos. Obligar o facilitar el fraccionamiento de las empresas puede hacerles perder economías de escala y tamaños óptimos de producción, esto es, terreno en la contienda oligopolista internacional, o bien ceder la explotación de recursos especialmente rentables. Desde luego, las presiones centradas en la privatización o extranjerización parcial o total de Pemex y la CFE tienen ese cariz político.
Adviértase que las empresas estatales rara vez utilizan su poder monopólico en contra de los consumidores, aunque sean proclives a ciertos tipos de ineficiencias asociadas al juego de la política. Durante la época de la banca estatizada, no se intentó maximizar monopólicamente las utilidades, como parece ocurrir hoy día con el oligopolio privado establecido.
En consecuencia, el camino con menos inconvenientes quizás sea el de la regulación del poder excesivo de mercado de las empresas privadas y el de evitar la simple transformación de monopolios estatales en monopolios privados. En Inglaterra, a raíz de la ola de desincorporación de empresas impulsada por el gobierno de la señora Thatcher, se debieron multiplicar enormemente los órganos reguladores del sector privado. En nuestro caso, ello enfrentaría escollos superables: lagunas institucionales, inexperiencia gubernamental y el peso de los intereses de la élite económica, manifiestas por ejemplo en la aprobación legislativa del proyecto de Ley de Radio y Televisión.
La última solución no corresponde al clima político prevaleciente desde hace un cuarto de siglo. Por el contrario, predominan medidas encaminadas a reducir el manejo directo del Estado en la producción, como se manifiesta en los intensos procesos de privatización y desregulación.
En cualquier caso, las soluciones debieran apegarse a las realidades económicas del país y de la globalización. La noción de mercados perfectos supone una multiplicidad de oferentes y demandantes que no tienen poder de influir en los precios. En los hechos, como lo observaron Chamberlin, Robinson, Galbraith, en el mundo priva, no la libre competencia, sino la competencia monopolística. Nótese, además, que sin la intervención del Estado los vencedores de la competencia, por serlo, pronto la destruyen.
En Estados Unidos 200 grandes corporaciones generan más de 50% de la producción total de bienes y servicios. En el mundo las empresas transnacionales controlan más de 2/3 del intercambio entre países y generan comercio intrafirma por cerca de la mitad de esa cifra; sus ventas internas en los países donde están asentadas, más sus exportaciones, ascendieron a 174% del comercio internacional en 2005.
El proceso de oligopolización cobró fuerza en EU en la década de los 80, cuando se aflojan las restricciones nacionales antimonopolio y se produce una intensa oleada de compras hostiles y adquisiciones apalancadas. Análogo fenómeno se reproduce a escala internacional con la impetuosa avalancha de fusiones y adquisiciones transfronterizas encaminadas a imprimir alcance universal a las redes de producción y comercio de los consorcios transnacionales. Entre 1988 y 2005, ese tipo de operaciones alcanzó la cifra astronómica de 6.3 millones de millones de dólares.
En México, el saldo neto de las ventas de empresas (públicas y privadas) arroja una cifra de 61 miles de millones de dólares. Esas ventas entre 1994-2005 representan 31% de los flujos totales de inversión extranjera recibidos. Es decir, buena parte del ahorro foráneo no fue canalizado a inversiones frescas, ensanchadoras de la capacidad productiva del país, sino a comprar empresas nacionales con efectos limitadísimos en el empleo y el crecimiento.
Los gobiernos de las naciones en desarrollo se esfuerzan por imprimir dimensiones internacionales a sus empresas líderes. La UNCTAD registra una expansión (entre 1990 y 2005) de 450% en el número de los consorcios de Brasil, China, la India y Corea que se abren camino en la competencia internacional. En contraste, las políticas públicas en México siguen presas de la noción obsoleta de buscar competencia circunscrita al ámbito nacional. Por eso se intenta fraccionar el mercado, en vez de regularlo, casi siempre en beneficio de oligopolistas de otros países, sustrayéndonos a las realidades del mundo.
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miércoles, enero 24, 2007
MONOPOLIOS
Publicadas por Armando Garcia Medina a la/s 5:52 p.m.
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