México, país dividido
De nuevo la maquinaria mediática se puso en marcha para hacer de la visita del desgastado presidente George W. Bush un acontecimiento nacional cuando es obvio que la Casa Blanca tiene otras urgencias y demasiadas preocupaciones como para darle crédito al súbito interés que ahora expresa por Latinoamérica. Como sea, el gobierno mexicano quiso convertir el encuentro en un logro personal del Presidente, luego de más de 100 días dedicados a convencernos de que gobierna, y que lo hace bien, apelando más a la modificación del estilo personal, al tono general, a las promesas y a los compromisos declarativos que a los contenidos reales de la política puesta en marcha. Y, sobre todo, apelando a los asesores en materia de publicidad política.
Calderón ha repartido entrevistas exclusivas a distintos medios, tratando de aprovechar el momento para consolidar su propia imagen, lo cual es natural. Pero sigue faltando en sus respuestas una visión de conjunto, esas ideas articuladoras que permitan a los ciudadanos (y no sólo a sus partidarios) saber con mayor certidumbre hacia dónde va el país y qué se puede esperar en los próximos años, tomando en cuenta que hasta hoy su propuesta se alza esencialmente sobre las mismas bases que las de sus antecesores.
No se advierte en sus declaraciones el reconocimiento del fondo de los problemas actuales: que México sigue dividido y que la crisis no se resuelve haciendo como si bajo la superficie no hubiera un remolino de contradicciones cuya canalización exigiría un verdadero cambio de rumbo. Ya no es suficiente con identificar los males que nos aquejan en materia de pobreza, desempleo y polarización social, y un interminable etcétera de verdaderos agravios sociales, pues en la retórica posmoderna que nos invade pocos niegan la desigualdad, la injusticia, pero son menos las voces que proponen una estrategia para salir del atolladero sin reforzar la espiral que nos ha conducido a esta situación.
Contra lo que podría esperarse de una administración surgida de y en medio de la crisis, no hay renovación estratégica, así fuera tímida o gradual, voluntad de hacer del Estado algo más que un instrumento al servicio de un grupo, aun cuando éste incluya grandes intereses. En la agenda permanecen obsesivamente, aunque dispuestas con mayor cautela, las mismas "reformas estructurales" -la energética, en primer término- como si la posibilidad de iniciar una fase de crecimiento y desarrollo dependiera del más completo desmantelamiento de las capacidades productivas en manos del Estado-nación, en vez de pensar y diseñar una política capaz de aprovechar los recursos propios sin dar la espalda a la realidad de un mundo interdependiente y globalizado. En ese sentido se echa de menos la elaboración intelectual institucional, toda vez que la política se ha convertido en mera reacción a las encuestas o, peor, en simple aplicación doctrinaria de los viejos dogmas democratacristianos enarbolados por el panismo. Y, por si fuera poco, subsisten los mismos temores ciegos a la movilización social, al "populismo", el clasismo oculto bajo la palabrería del estado de derecho, las dudas convergentes de un empresariado sin iniciativa que hace de la democracia la excusa para evitar la redistribución del ingreso, la intolerancia de la Iglesia cuando amenaza con sacar a los católicos a "ganar la calle" contra la despenalización del aborto, en fin, las mil y una evidencias de que no hay "neutralidad", que en la democracia los intereses cuentan e influyen en las decisiones del poder. Y que la derecha no es un invento de mentes fantasiosas.
A Calderón lo acompaña una estela de comentaristas oficiosos que, en lugar del análisis y la crítica, se desviven por hacer notar los aciertos del gobierno y, en contrapartida, por disminuir (hasta la virtual inexistencia) y satanizar la actividad de López Obrador y sus seguidores, como si la "vuelta a la normalidad" preconizada pasara por la recreación de la añorada (y por suerte imposible) "unidad" nacional de otros tiempos, convocada ahora por el temor al "crimen organizado", al desorden como fantasma entre las clases pudientes (y algunas no tanto) y también al populismo, esa entidad que resume todos los peligros en el imaginario de nuestros actuales gobernantes.
Pero esa actitud -que también lleva a la crispación y a la intolerancia- es peligrosa por sí misma, pues coarta el pluralismo y cercena el debate, lo disminuye a detalles triviales o a conjeturas sin verosimilitud, dejando en el aire las cuestiones sustantivas cuya discusión sería importante. Resulta sintomático, por ejemplo, que las descaradas declaraciones de Vicente Fox acerca del desafuero y las elecciones no sean repudiadas por las distintas autoridades que resultan manchadas (aunque ya se sabe que el que calla otorga), pero éstas se lavan las manos, como si se tratara de un simple "desliz", uno más de los excesos verbales del ex mandatario que no mereciera investigación alguna, y no un síntoma más de la crisis que aqueja a la elite gobernante, a las instituciones que un día se defienden y al otro se cuestionan por su ineficacia. Por eso, quizá, Calderón recibe a Fox en Los Pinos, horas antes de abrazar a Bush en Mérida.
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