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domingo, agosto 13, 2006

LAS INSTITUCIONES ESTÁN BIEN LOS CORRUPTOS SON LOS QUE LOS HOMBRES Y MUJERES QUE LAS REPRESENTAN.

Rolando Cordera Campos.

Defender para transformar.

Transformar la realidad ha sido siempre una divisa de la izquierda internacional. Como lo muestra la historia, sin embargo, esta no es una ambición sobre la cual la izquierda tenga patente de exclusividad.

Cuando se entiende la transformación de la realidad como un cambio en las instituciones que le dan sentido, entonces es obligado abrir el abanico de las posibilidades políticas que recogen en cada momento las jugarretas y las ironías de la historia. No hay monopolio ni derechos de propiedad intelectual sobre el curso político de la reforma social, y para ejemplo baste recordar que los pioneros de la seguridad social en el mundo fueron Bismarck y Lloyd George, en tanto que el gran empujón al estado de bienestar en Estados Unidos lo dio el patricio neoyorquino Franklin Delano Roosevelt. Fue su primo, por cierto imperialista y organizador de safaris, quien puso coto a la oligarquía financiera y abrió para su país un curso de reforma institucional que ampliaría las bases mismas de la democracia.

Reformas desde arriba ha habido muchas, como las ha habido como resultado de una emulsión virtuosa entre las masas y las elites que se arriesgan a encarar lo establecido para reformarlo. Así ocurrió durante el cardenismo, y así podría ocurrir ahora.

Reformismo, pues, hay de sobra en la historia. Lo que debe dirimirse hoy es el sentido y el ritmo de las reformas, así como el modo de hacerlas. Para algunos, a la luz de los nudos jurídicos que alimentan la oposición al cambio, no habría más camino que la remoción total de lo existente, mediante una mudanza brusca y pronta: una revolución, como la que aún plantean por ahí los grupos armados o su remedo marquiano.

Para otros, los más si hacemos caso de la participación concitada por la candidatura de López Obrador, el camino de la transformación pasa por las instituciones mismas, porque se considera que el entramado actual, siempre imperfecto, abre la puerta a nuevos empeños reformadores sin poner en riesgo la paz social. Es decir, es mediante la política, de masas e institucional, que el país puede y debe rencauzar un rumbo económico y social que se ha probado muy costoso y ha puesto en peligro ya la propia legitimidad del Estado.

Quienes se oponen a la reforma progresista de la realidad mexicana decidieron echar la carne al asador y han puesto en riesgo la credibilidad de las instituciones políticas y desgastado a fondo la legitimidad de la Presidencia de la República. Con ello, han ilustrado a un alto costo la pertinencia de revisar la institucionalidad político-electoral y de plantearse ya la necesidad de un cambio de régimen que deje atrás el presidencialismo y sus ecos nefastos. Esta es la lección que inadvertidamente, aunque de modo muy oneroso, le ha legado la derecha social, intelectual y política al país en el momento de su estreno como coalición que pretende gobernarlo, pero que pronto da cuenta de sus inepcias seculares y de su enorme dificultad para tomar conciencia de la verdadera estructura social sobre la que busca afirmar las instituciones existentes.

Esta falla histórica y cultural de la derecha, que presume haber ganado y tener legitimidad para gobernar el Estado, le plantea a la izquierda una tarea formidable: persuadir a muchos de los contingentes que apoyaron al partido conservador de que la reforma es empresa nacional y tiene que ser incluyente o no será; y, por otro lado, aguzar imaginación y visión para darle al proyecto reformador un perfil pacífico, legal y respetuoso de los derechos de todos, que para serlo requiere de definiciones precisas sobre lo que hay que conservar y defender para poder avanzar en la transformación racional de instituciones y formas de gobierno.

Defender mucho de lo que hay, como condición para modificar a fondo un complejo institucional que frena el cambio y afirma la concentración del poder y la riqueza, supone someter el discurso y el reclamo a una perspectiva mayor de renovación cultural de la política. No significa renunciar a la política de la movilización, como exigen algunos curiosos y aldeanos demócratas de la última hora, pero sí darle a la política de masas un cauce discursivo que sin abandonar la firmeza del reclamo y el respeto a los principios se arriesgue a construir escenarios de mayor plazo.

La reducción al absurdo a que nos convoca la derecha en estas horas de angustia tiene que ser contestada con una convocatoria amplia en la que la conservación y defensa de las instituciones sea entendida como plataforma de lanzamiento de una nueva ronda de reformas del Estado sustentadas en la participación popular y no en su exclusión o el sometimiento al mando de los autoelegidos... dizque por obra y gracia de la democracia.

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