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jueves, enero 18, 2007

DURO Y EN LA CABEZA.

REFORMA.

Lorenzo Meyer
Cada quien su guerra
Hay que combatir al narcotráfico, pero nuestras
verdaderas guerras deben ser de otra índole
Guerras de elección y de imposición


Hoy pareciera que cada quien tiene su guerra, sólo que unos la
eligen y a otros se la imponen. Un ejemplo actual de guerra elegida
es la que Estados Unidos desarrolla en Iraq. Uno de guerra
impuesta es la que Estados Unidos ha presionado desde hace
casi cuatro decenios para que México la libre contra el narcotráfico.
Pese a la diferencia, ambos casos tienen algo en común: la enorme
ambigüedad de la lucha y sus métodos y la dificultad para saber
en qué momento se puede decir "la victoria es nuestra".

La historia política mundial muestra que uno de los medios clásicos
empleados por un gobernante para hacer frente a problemas internos aparentemente irresolubles, consiste en encontrar o fabricar
una buena guerra. En efecto, un conflicto abierto con un adversario
relativamente inferior y percibido por el grueso de la sociedad
como un peligro, puede hacer surgir el consenso y transformar
a un personaje cuestionado en un líder que ponga a sus adversarios
en la disyuntiva de subordinarse o ser acusados de anteponer sus
"intereses egoístas" al interés general.

Una muestra cercana de lo útil que puede ser fabricar una buena
guerra -una donde se tiene la ventaja desde el inicio- es la que el
décimo primer presidente norteamericano, James K. Polk, se inventó
contra un México que tenía mucho territorio pero muy poco poder.

Polk llegó a ser candidato presidencial en 1844, no por ser el mejor,
sino por ser quien menos desunía a su partido. Al anexarse Texas,
asegurar el Oregón pese a las objeciones inglesas, y derrotar a
México, Polk logró una ganancia territorial enorme y una estatura
política de iguales dimensiones. Al final, la victoria sobre México
no evitó pero si retrasó la crisis por la diferencia de intereses entre
el norte y el sur estadounidense y que desembocó en la gran guerra
civil de 1861 a 1865. Como sea, Polk ya no vivió para ver ese conflicto
y pasó a la historia de su país como un gran líder.



Ellos y su actual guerra


La invasión de Afganistán en 2001 para poner fin al régimen Talibán,
no fue para Washington una "guerra de elección" sino una de reacción
y necesidad, dado el apoyo previo de los talibanes a Al Qaeda y a su
política de "guerra santa" global contra Estados Unidos. Sin embargo,
la decisión de invadir Iraq en marzo de 2003 sí resultó un ejemplo
perfecto de "guerra de elección" por parte del presidente George W.
Bush y los neoconservadores. Argumentando razones falsas -una
acumulación de armas de destrucción masiva y un apoyo a Al Qaeda,
que nunca existieron- Bush llevó a cabo una guerra relámpago -un
mes y 11 días-, donde Estados Unidos y sus aliados derrotaron al
Ejército de Saddam Hussein con una pérdida total de apenas 116
soldados norteamericanos y 33 británicos. El 1o. de mayo, un
presidente Bush con uniforme de piloto militar y a bordo de un
portaaviones proclamó: "misión cumplida" a la vez que en Afganistán
se daban por concluidas las "operaciones mayores".

Tan espectacular éxito hubiera sido la envidia del propio Polk,
pues gracias a esta "guerra a la medida" Bush se transformó de
un Presidente que había asumido el poder tras una elección harto
dudosa en el líder exitoso e indiscutible de la única superpotencia
mundial. Sin embargo, luego las cosas se descompusieron y hoy,
con un país políticamente dividido y un Medio Oriente transformado
en un pantano inacabable, ya no hay ninguna salida viable para el
presidente Bush ni para el interés nacional norteamericano.



Una guerra "nuestra" que no lo es tanto


En México, y para contrastar con la notable pasividad -
¿inutilidad?- de su predecesor, Felipe Calderón, de entrada,
decidió crearse la imagen de un líder fuerte que contrarrestara
los resultados de una victoria electoral nada impresionante y
lograda por métodos dudosos. La solución que se encontró fue
una acción contundente de la policía federal contra la inédita
movilización social en Oaxaca y otra supuestamente similar
del Ejército contra el narcotráfico. Ganar la iniciativa contra
los desarmados inconformes de Oaxaca no resultó difícil pero
el caso del narcotráfico es diferente y Calderón puede estar
metiéndose, como Bush, en problema mayor del pensado, pues
hasta ahora no hay ningún caso en que el Ejército haya
derrotado al narco, ni siquiera el Ejército norteamericano
en ese centro de producción de opio que es Afganistán.

La guerra contra los capos de droga en México se inició
como una guerra básicamente norteamericana. Por razones
internas, al principio de los 1970 el presidente Richard Nixon
-después de haber presionado a Díaz Ordaz con la "Operación
Intercepción"- lanzó una espectacular pero poco eficaz ofensiva
en contra de los proveedores externos de sustancias prohibidas.
Sin embargo, el combate a la demanda de esas drogas dentro
de Estados Unidos -única forma de realmente cegar la oferta-
sigue sin ganarse. Hoy el 94 por ciento del presupuesto de la
burocracia norteamericana encargada del combate a las drogas
se gasta en la lucha contra la oferta y el 43.5 por ciento de los
arrestados en Estados Unidos por consumir drogas vuelven a
la cárcel dentro del primer año de ser liberados (The New York
Times, 13 de enero).

Es tan difícil que el Ejército mexicano y su comandante en jefe
ganen la guerra contra el narcotráfico como que el Ejército
norteamericano imponga su solución en un Iraq que ya entró
de lleno en una guerra civil, y en donde cada una de las partes
en conflicto tiene apoyos efectivos o potenciales fuera de las
fronteras. Tanto tiempo en esta guerra contra el narco
-siete lustros- ha terminado por hacer de México no sólo
un sitio para introducir la droga al norte sino también un
mercado para la misma. Así, una guerra que no era nuestra
ya lo es, parcialmente. Y como en Estados Unidos, si hay una
solución para tan grave problema difícilmente se encontrará
en las armas sino en el cierre de los canales de lavado de dinero
y, sobre todo, mediante programas de prevención y rehabilitación
de consumidores.



Nuestra verdadera guerra


En las guerras que son verdaderamente nuestras, el Ejército
comandado por Calderón no es instrumento idóneo. En tanto
sociedad, nuestros enemigos profundos, históricos, son
fundamentalmente tres: el atraso económico, la muy injusta
distribución social de las cargas y los beneficios y, por último,
la ausencia y las fallas del entramado institucional.

El primer gran combate por sacar a México del marasmo
económico en que lo sumió el conflicto que llevó a la independencia,
lo encabezó un general -Porfirio Díaz-, pero su victoria no se
la debió al Ejército sino a los grandes inversores y las mejoras
en la infraestructura. Sin embargo, el costo social y político en
que incurrió fue tan grande, que al final, estalló de nuevo la
guerra civil. Otro general emprendió en 1934 la lucha social,
y aunque usó al Ejército, ese no fue ni con mucho su arma principal,
sino las organizaciones de masas y la redistribución de lo que
entonces era la riqueza más importante para el mexicano promedio:
la tierra. Con el final del gobierno cardenista se volvió a poner
el énfasis en el crecimiento económico pero, otra vez, a costa
de la equidad y de la justicia social. Por lo que respecta a la
eficacia de las instituciones legales y políticas, la lucha sólo ha
avanzado en el plano de la democracia política y de manera
muy deficiente, como lo demostró la última elección nacional.

La primera transferencia pacífica del poder entre adversarios
por la vía del voto tuvo lugar en el 2000. Sin embargo, la economía
se mantuvo y se mantiene en la mediocridad que le ha caracterizado
desde hace ya casi un cuarto de siglo. La justicia social sigue
siendo un tema pospuesto por la élite del poder a la que le
parece suficiente contar con programas asistenciales que
mantengan mojada la pólvora social en un país donde la mitad
de la población está clasificada como pobre. La corrupción del
aparato de gobierno sigue sin abatirse y la defensa cerrada de
los fuertes intereses creados, ha desembocado en una situación
donde la democracia política es ya más forma que contenido.

Si México debe declarar hoy una guerra y tener un líder fuerte
para que le guíe, los frentes principales son los que le marca
su propia historia: el frente social, el económico, la lucha contra
la corrupción y lograr una democracia política sin trampas,
equitativa y honesta. Esas son o deberían ser nuestras auténticas
guerras. Ahora bien, la lucha contra el narcotráfico debe
mantenerse, al menos para contenerlo. Pero sin resolver el
problema del consumo de dentro y de fuera, esa contienda no
se podrá ganar, incluso si Calderón se viste de general o le
aumenta el presupuesto del Ejército.

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