Conveniente olvido
Carlos Acosta Córdova
El joven y flamante diputado de la LV Legislatura (1991-1994) Felipe Calderón Hinojosa fue un feroz y vehemente defensor del voto, del respeto a la voluntad ciudadana. También crítico severo de los viejos vicios que empañaban toda elección durante los gobiernos priistas: la falta de limpieza, las trampas, la poca transparencia, el uso de los programas sociales para inducir el voto, la competencia desigual, la parcialidad de las autoridades…
A todas las elecciones de esa era las calificaba como “procesos incapaces de cristalizar el anhelo democrático de muchos mexicanos”, como dijo en la tribuna de la Cámara de Diputados el 18 de octubre de 1991.
Ese día, uno más con las largas sesiones del extinto Colegio Electoral, Calderón se les fue a la yugular a sus contrincantes. Con su clásico manoteo gritaba:
“Señores priistas: la trampa, el fraude, que es el aprovechamiento del engaño o del error de otro para obtener un beneficio –¡eso es fraude, también hay fraude electoral!– es la confesión pública que hacen ustedes de una derrota previsible. Porque si ustedes estuvieran seguros de ganar, no harían trampas. Porque si ustedes estuvieran tan seguros de ganar, habría procesos incuestionables.”
Pero ahora, a la vuelta de los años, a un paso de la Presidencia, aun con una pírrica ventaja de 240 mil votos respecto de Andrés Manuel López Obrador y con el voto en contra de la mayoría de los mexicanos –de casi 42 millones de votantes, más de 27 millones no cruzaron su nombre en la boleta–, se olvida que la defensa del voto es legítima.
Ahora, para él, querer llegar hasta las últimas consecuencias para defender el voto ciudadano y la búsqueda de transparencia –como quiere la coalición Por el Bien de Todos al rechazar los resultados de los comicios del 2 de julio y acudir al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación–, no es más que capricho, ambición, interés particular y ganas de torcer la ley.
Corría el mes de octubre de 1991. La Cámara de Diputados, investida en Colegio Electoral, examinaba las elecciones intermedias de ese año. Felipe Calderón se estrenaba como diputado –presunto aún en esos días–, se daba a conocer como excelente tribuno: propios y extraños le reconocían públicamente no sólo su elocuencia, su capacidad oratoria y su memoria privilegiada, sino también sus exabruptos, su facilidad para enojarse rápidamente e insultar y burlarse de sus adversarios políticos.
Fue insistente en el uso del micrófono y, a la hora de examinar la elección, fue puntual al señalar todos los vicios que la envolvieron y en detectar, una por una, todas las irregularidades habidas en el proceso del 18 de agosto de ese año.
El proceso electoral de ese día, dijo Calderón, “no fue democrático”, pues en él se observó “la ausencia de varios elementos inherentes a toda democracia, como la igualdad de condiciones de competencia, la imparcialidad de autoridades administrativas y electorales, así como la transparencia en el uso de recursos públicos. También, la carencia de instrumentos eficaces inmanipulables para el ejercicio del voto y, sobre todo, la posibilidad misma de ejercerlo de manera universal”, pues muchos votantes se quedaron sin poder sufragar.
Analizaba: “Éstas constituyen objeciones tales que, independientemente de la posibilidad humana o material de constatarlas en forma individualizada, operaron en forma general, uniforme y, salvo distingos de grado, en todos los distritos electorales. De tal manera que es imposible calificar como democráticas las elecciones de agosto (de 1991)”
Ya en el detalle, Calderón era enfático; reclamaba con vehemencia y señalaba puntualmente las irregularidades detectadas, fueran menores o graves. No dejó pasar nada. Por ejemplo, subía a la tribuna con gruesos legajos y enumeraba las casillas, de todo el país, donde había “resultados inverosímiles”, pues el PRI obtenía todos los votos y la oposición “ganaba uno o cero votos”.
Cuando los legisladores priistas le señalaban que el PAN siempre decía que las elecciones son sucias siempre que gana el PRI y limpias cuando gana el PAN u otro partido de oposición, Calderón se exaltaba y, enojado, espetaba: “¡No señores, esa no es la regla general! ¡Las elecciones (de agosto) no fueron limpias!”. Y a las pruebas se remitía.
Por ejemplo, mencionaba las casillas y los distritos en donde aparecieron más boletas que electores, y daba cuenta de cómo, “curiosamente”, casi 30% de los ciudadanos empadronados no pudo votar.
Cuando algún diputado priista minimizaba la irregularidad presentada por Calderón, por el hecho de que no era determinante para cambiar el resultado de la votación, el panista se enfurecía: “Es como decir: sí hubo trampa, pero de todos modos te hubiéramos ganado”. Además: “La confesión más clara del fraude es que hacen trampa, independientemente de que haya sido determinante o no, y cuando ustedes reconocen la ilegalidad pero señalan que no es relevante, señores, están demostrando que la ética política la conocen de referencia, porque se es honesto o no se es”.
Y ya embalado, no dejaba de mostrar agresividad: “Entendemos que vengan a decirnos: aquí está la trampa, pero no encuadra en las causales del código. Aquí está la trampa, pero no es suficiente para cambiar el resultado. Entendemos que lo digan en nombre del código, pero, señores, ¡no lo digan en nombre de la ética política! ¡No sean hipócritas!”.
El tema del padrón de electores ocupó un amplio espacio en sus intervenciones durante las sesiones del Colegio Electoral. Concentraba ese instrumento todos los vicios y males habidos y por haber. En su confección, decía, hubo ilegalidad, deficiencias, candados o mecanismos de control que no se cumplieron.
En el padrón había ciudadanos no empadronados y muchos que sí lo estaban no aparecían en aquél. Denunciaba que por medio de una estructura paralela al registro, se incorporó a ciudadanos o nombres de ciudadanos sin cumplir con la ley. “Es decir, se injertó el padrón”, y de él se excluyeron ciudadanos que sí se habían inscrito.
En muchos estados, insistía Calderón, fueron tantas las irregularidades que –decía– sólo podían ser producto de la manera en que se encendía y aceleraba “toda la maquinaria del Estado, con todos sus recursos”, para ejercer una “campaña subterránea a favor de un partido político”.
Y con la misma enjundia se quejaba del uso de los programas sociales para manipular el voto. Decía algo que bien se le puede achacar ahora a él: “No voy a decir, porque no me consta, que haya habido una utilización directa de recursos de Solidaridad para su campaña. Pero sí hubo utilización de la estructura pública que implica un gasto social de esa naturaleza”.
Más aún: “Para la construcción de Estados verdaderamente democráticos, esta cuestión de la separación clara entre gobierno y partido debe ser una condición indispensable. Esta situación de que los partidos políticos en democracia deben competir en situaciones de igualdad y que el Programa Nacional de Solidaridad se utiliza para beneficiar a un partido político concreto, rompe con un elemento esencial de la democracia”.
Respecto del cómputo de las casillas, el presunto diputado Calderón nunca dejó de señalar que en muchos casos hubo dolo a la hora de contar los votos “a favor de un candidato, lo cual es, a todas luces, determinante para el resultado de la elección”. Entonces, decía, además de que los partidos de oposición “hacen la campaña política, tienen que andarle cuidando las manos a otros y tienen que ir viendo que los ciudadanos no sean violados en sus derechos”.
En suma: no dejaba pasar nada. Lástima que José López Portillo dejó muy prostituida la expresión, pero no hay duda de que Felipe Calderón defendía el voto panista como un perro. Como debe ser.
Pero años después, cuando son otros los que igual defienden ferozmente el voto ciudadano, Calderón –paradójicamente, uno de los principales impulsores del cambio y modernización de las instituciones y de los procesos electorales– ya no tiene la misma actitud, inseguro que está de la mínima ventaja que le otorgó el conteo oficial de votos.
A todas las inconsistencias, irregularidades y hechos carentes de limpieza y transparencia que han puesto sobre la mesa la coalición y Andrés Manuel López Obrador –y que los han obligado a no reconocer los resultados oficiales de la elección y llevar el caso al Tribunal Electoral–, Felipe Calderón insiste en que las elecciones fueron limpias, que no reconocer los resultados e impugnar el proceso, es sólo por ambición, capricho, interés particular y ganas de torcer la ley.
Tal parece que la hipocresía y lo que Orwell llamó "doblepensar" son moneda de cambio entre las huestes PANistas.
Una razón mas para apoyar al Peje y defender nuestro voto en 2006
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