Hasta el cuello
El lunes 7 de agosto del año pasado, en medio de un terrorífico dispositivo de seguridad, Alvaro Uribe Vélez juró por segunda vez como presidente de Colombia, luego de un proceso electoral caracterizado por el masivo respaldo de los medios informativos a su candidatura, el uso de la fuerza publicitaria estatal para respaldar las aspiraciones releccionistas del mandatario en funciones, encuestas de opinión amañadas a su favor, coacción del voto en las áreas dominadas por los escuadrones paramilitares de ultraderecha y numerosas denuncias por los vínculos del aspirante oficial con tales organizaciones armadas y denuncias sobre las violaciones a los derechos humanas propiciadas por Uribe en su primer mandato (2002-2006) y, previamente, como gobernador de Antioquia.
En septiembre de 1991 el Departamento de Defensa de Estados Unidos lo describía como "un político dedicado a colaborar con el cártel de Medellín" y como "amigo cercano de Pablo Escobar Gaviria", el fallecido capo de ese grupo (Newsweek, 9/08/2004 y New York Times, 3/8/04). Pero para la Casa Blanca el entusiasmo neoliberal del sospechoso y su determinación represiva contra las organizaciones guerrilleras pesaron más que antiguos pecadillos de narcotráfico y desde el inicio de su primer periodo César Gaviria fue investido como el aliado principal de Washington en Sudamérica.
En la campaña de 2006 el presidente reiteró su compromiso de combatir al terrorismo de izquierda y persistir en el obsequioso proceso de paz con el terrorismo de derecha. Seguramente un sector importante de quienes votaron por su relección lo hicieron porque estaban hartos de la violencia y creían honestamente en la eficacia de la "mano firme", en los milagros económicos inventados por las estadísticas oficiales y en el compromiso presidencial con la legalidad. Otros dieron su sufragio al mandatario derechista porque les convenía la continuidad de un gobierno manifiestamente empresarial, y algunos más lo hicieron porque tenían en la sien el fusil de un asesino a sueldo. Pero aquello fue considerado un proceso inmaculado y un gran ejemplo de democracia. La toma de posesión de agosto fue convertida en celebración de las derechas continentales, con todo y la presencia legitimadora del príncipe de Asturias, un hombre inimputable porque no tiene conciencia de sus actos y a quien, por lo visto, no puede atribuirse más responsabilidad que la de los embarazos de Letizia Ortiz.
Tres meses después, la inconformidad de algunos cabecillas paramilitares dejó a la vista algunas fisuras por las que empezó a colarse la verdad: el entorno presidencial está plagado de políticos paramilitares. La Fiscalía General y la Corte Suprema de Justicia tomaron cartas en el asunto y emitieron órdenes de captura contra una decena de legisladores y funcionarios aliados de Uribe: los diputados locales Johny Villa, Angel Villarreal y Walberto Estrada, Alvaro García Romero y Erik Morris, del partido oficial, los senadores Jairo Merlano, Zulema Jattin, Dieb Maloof, David Char, Alvaro Araújo, Luis Eduardo Vives, Mauricio Pimiento y Alfonso Campos y el ex diplomático Salvador Arana. Están bajo investigación judicial los ex ministros Sergio Araújo y Luis Ernesto Mejía, el coronel Hernán Mejía, el ex gobernador Lucas Gnecco y el ex alcalde Bernardo Hoyos. María Consuelo Araújo renunció ayer a la titularidad de la cancillería. Eficiente, simpática, guapa y hasta inocente mientras no se demuestre lo contrario, la ex funcionaria hubo de rendirse a la evidencia de que no puede representar dignamente a Colombia ante el mundo cuando su padre, dos de sus hermanos y un primo suyo enfrentan acusaciones por nexos con los paramilitares, secuestro y tráfico de drogas.
En noviembre pasado el legislador Miguel de la Espriella confesó que en 2001, un año antes de que Uribe resultara electo, unos 40 políticos firmaron un pacto con los mercenarios ultraderechistas para "crear un movimiento político que de alguna manera defendiera las tesis" de los paramilitares. El acuerdo se signó en la localidad de Santa Fe de Ralito, que curiosamente sirvió posteriormente de sede para las negociaciones entre el gobierno de Uribe y los cabecillas de los escuadrones. En ellas la autoridad benefició a los terroristas con penas máximas de ocho años de cárcel en 9 mil causas judiciales, muchas de ellas por delitos considerados de lesa humanidad. Uribe está metido hasta el cuello en las heces de la delincuencia.
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