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viernes, septiembre 29, 2006

EL PAIS DEL NO PASA NADA.

REFORMA.
Rafael Segovia.

Aquí no pasó nada.

Ya no son ni contradicciones, es el triunfo del hastío, de oír lo mismo, sin que siquiera cambie el tono. Vamos adelante con los tres propósitos repetidos ad nauseam -seguridad, empleo y honestidad-, y las entrevistas con los consabidos empresarios, para insistir a la salida en la voluntad de no excluir a nadie, de hablar con todos, de agregar todas las propuestas, de la indispensable unidad.

Por su lado Fox insiste en ser todavía Presidente, sin atreverse a mencionar ni la seguridad ni los conflictos: en México se mata con una espléndida tranquilidad. La seguridad no va más allá de la persona del Presidente electo, garantizada por los hombres del Estado Mayor Presidencial vestidos de civil por quererse evitar la presencia del Ejército. Se necesita la imagen de la continuidad, de la normalidad, de la vida cotidiana no alterada. Se dice y se pretende que se crea que aquí no ha pasado nada.

Sólo unos cuantos diputados y senadores se agitan, cosa comprensible, pues se trata de sus prebendas en pesos contantes y sonantes, destinados a las arcas de los representantes populares.Pero el reparto de las comisiones no tiene arreglo, pese a que pocos parlamentos en el mundo tienen tantas comisiones como el nuestro, y desde luego ninguno compensa los esfuerzos de nuestros representantes con la generosidad con la que ellos mismos lo hacen.

No se entiende por qué algunas comisiones son más codiciadas que otras. No es un sencillo caso de influencia política, de carrera futura. Es comprensible el deseo provocado por la de Hacienda, incluso la de Presupuesto, y el desdén provocado por la de corrección de estilo, si aún existe -desdén y temor, a la par- pero es casi imposible luchar de manera denodada por la de Relaciones Exteriores a menos de ir guiado por la necesidad de colocar a algún yerno o a un agente electoral local.

Lo más sencillo sería crear tantas comisiones como diputados, con todos los presidentes pagados igual.El juego parlamentario va a reservar sorpresas y divisiones sin cuento, a menos de aumentar las partidas dispuestas para lo coordinadores, encargados de los mangoneos y del bienestar futuro de los diputados, cuya duración en los cargos es de una crueldad trienal. Sus procederes deberán ser acelerados y atrevidos, desdeñosos de los columnistas y de los hombres de partido. Máxime si se logra eliminar a los partidos de la designación de los candidatos.

Si la Suprema Corte, en uno de sus disparates, por establecer una forma absolutamente pura de la relación entre el ciudadano y el representante elimina a los partidos políticos del juego parlamentario, se puede estar seguro de la llegada de un parlamento rabadilla o inencontrable. En cualquier caso, con una pérdida absoluta de autoridad y de presencia. Sólo contarán los hombres como Emilio Gamboa o Jackson, incluso Borrego podría encontrar un hueco en la manada.

La ambición fallida de quienes quedaron fuera de las listas, la dispersión total de grupos y tendencias, la compra-venta de votos ya de manera abierta, será la conducta dominante; los partidos deberán jugar sin recato en contra de senadores y diputados. Dejarán de hablar de democracia porque, contra las ideas de los señores magistrados, no se puede hablar de democracia sin partidos ni de elecciones sin partidos.

No cabe en ninguna cabeza -ahora que está tan de moda defender apasionadamente a las instituciones, aunque se trate del IFE- dejar a la buena de Dios que el primero que pase proponga a su candidato. De no caer en lo que se puede considerar la trampa yankee, no hay razón para eliminar la postulación partidista de los candidatos parlamentarios y dejar intervenir a éstos en la postulación de los candidatos a la Presidencia de la República.

Valdría más que por una vez en su vida fueran honestos y eliminaran cualquier forma de vida partidista de la actividad política. No hay razón alguna para limitar la participación ciudadana, en principio, excepto, la necesidad de una racionalidad, que hoy no vemos por ningún lado.Se habla casi todos los días de una nueva reforma política, sin detenerse a pensar en la anterior que fue el resultado de los toques y retoques que permitieron construir un sistema no sólo electoral sino político que, de no haber sido por el fracaso de algunas personas en lo particular y no haber comprendido las virtudes del anterior así como intentar beneficiarse de algunas debilidades presentes en todo sistema, no se hubiera llegado a la situación actual.

Pero dado que hay un empeño en alcanzar una nueva reforma, terminaremos en un enjuague donde, por no haber un acuerdo presente en todos ni una fuerza política dominante ni siquiera entre los vencedores de hecho, será una reforma puramente formal, de corta vida, satisfactoria de los más entusiastas partidarios de la situación actual. No será una reforma, sino un afeite para esconder las cicatrices producidas por la última elección.

Por boca de su secretaria de Estado, la señora Rice, se anuncia la cercanía de un sistema de dos partidos en México, seremos bipartidistas, como Estados Unidos. Conviene recordarle que no hay jamás un bipartidismo puro, sino que nos topamos siempre con un tripartidismo y, que si miramos con cierto cuidado nuestra situación, nos alejamos de un bipartidismo posible, para adentrarnos en un multipartidismo digno de la IV República francesa, que terminó de manera inevitable, como había de terminar.

La derecha en México no se atreve ya ni a decir su nombre; quiere siempre dar gato por liebre, nombrando gato para las necesidades del momento a toda la nación, a la que se muestra dispuesta a servir con una devoción conmovedora. Con tal de que le dejen hacer lo que le da su real gana, aquí nunca pasará nada.

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