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viernes, agosto 11, 2006

LAS CUENTAS IMPUGNADAS.

Gustavo Iruegas

Summum ius, summa iniuria.

Summum ius, summa iniuria es un aforismo latino que alude al peligro de que el rigor legalista resulte en injusticia.

Sería tan impensable que los miembros del tribunal electoral no lo conocieran como es sorprendente que no lo aplicaron al tomar su decisión respecto de no contar nuevamente los votos emitidos el día 2 de julio. En cambio, se hizo una simple descripción de los reglamentos y los procedimientos que deben regir el proceso y se ignoró la queja por la aplicación viciada de esas normas en favor del Partido Acción Nacional. Se señaló enfáticamente la necesidad de certeza que tienen los comicios, pero la certidumbre que se abonó es la que existe en la población respecto de la adulteración del proceso electoral. El pueblo de México no confía en sus autoridades ni cree en las instituciones. Esa desconfianza no ha sido gratuita, se debe a una larga cadena de engaños, fracasos e incapacidades sistemáticos -y a veces crímenes- cometidos desde el poder, de los que la autoridad termina absolviéndose a sí misma.

Aun si la decisión del tribunal fuera jurídicamente correcta, en los hechos simplemente se sumó a la lista de actos de poder destinados a cancelar la posibilidad de que México tenga como su presidente a un aspirante popular. La autoridad no tiene crédito; sus cuentas deben ser claras y transparentes para que sean bien recibidas.
El abuso del derecho desde el poder ha estado presente en cada uno de los escollos que López Obrador ha tenido que superar desafiando a la autoridad abusiva respaldado por el movimiento popular que sostiene su candidatura. No indemnizar a los supuestos dueños del Paraje San Juan, desacatando una orden judicial espuria, no ceder en el desfigurado caso de El Encino, resistir el desafuero y desafiar a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial coludidos en su contra; resistir las intromisiones de empresarios, de los medios de comunicación y del Presidente de la República en las campañas electorales, rechazar las malas cuentas y el indebido dictamen del IFE, y ahora el cuestionamiento a la denegación al recuento de los votos han sido todos actos defensivos contra la injusticia.

El episodio que transcurre actualmente es el más trascendente de ellos porque, al evadir el recuento de los votos, el tribunal electoral desatendió también su principalísima obligación de dirimir con veracidad y nitidez una controversia nacional sobre algo que atañe gravemente a la armonía de nuestra convivencia: la legitimidad del poder político.

No solamente por los tapujos y fullerías que dan motivo a la querella social, sino también por la histórica confrontación de nuestras clases sociales, tenemos una democracia consustancialmente deficiente. Una inconveniencia que se traduce en ingobernabilidad. No puede ser de otra manera en una sociedad estratificada a la manera del subdesarrollo: una minúscula cúpula opulenta, una enorme masa explotada y sometida y una reducida clase media, que debiera ser amortiguadora del choque entre pobres y ricos, pero que ahora también se divide. Por el contrario, en sociedades más igualitarias, aquéllas en las que las clases medias son mayoría, la democracia electoral suele ser funcional y sus instituciones gozan de crédito suficiente para solventar algún errorcillo y hasta un dislate. En una democracia como la nuestra el remedio a la desconfianza está en que las instituciones mantengan su credibilidad a partir de una imparcialidad inflexible, una probidad inquebrantable y una sostenida eficacia.

La concusión y el latrocinio son subsanables, pero la lucha de clases no se extingue: es posible, en cambio, atenuarla o exacerbarla. Si por mezquindad, capricho o miedo se descuida el hecho de que el pueblo mexicano, tan largamente sometido a toda clase de abusos, ha despertado de su aletargamiento y se encuentra decidido a defender su derecho y su voluntad, las posibilidades de someterlo se hacen mucho más remotas. Si se optara por la represión del movimiento popular -dice nuestra experiencia nacional- solamente podríamos esperar la radicalización de la protesta.

Andrés Manuel López Obrador ha probado ser un conductor de masas y tiene a su disposición los instrumentos de la lucha popular. En primer lugar tiene una causa que es mucho más que una aspiración personal al poder, es una causa popular reivindicatoria de la justicia social y del derecho a una representación legítima. En segundo lugar está la estrategia: la acción popular pacífica como método de lucha de la resistencia civil, aplicada en sus términos más clásicos:
Un objetivo lícito . Contrariamente a lo que se ha usado como propaganda electoral en la campaña conocida como guerra sucia, el movimiento no pretende acabar con el partido opositor ni con sus beneficiarios más notorios. Lo que busca es consolidar la democracia que tanto sacrificio ha costado construir "... no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo" según previó la Constitución de 1917.

Una solución aceptable . Ni el gobierno ni la sociedad mexicana se encuentran en un callejón sin salida. En los más altos niveles de los poderes nacionales, en la dirigencia de los movimientos sociales, en las cúpulas partidistas y empresariales, en la actitud de los contrincantes y en la conciencia de los dirigentes está el encontrar la solución que no es otra que verificar a la luz del día y a la vista del pueblo las cuentas impugnadas. El rigor excesivo conduce a la injusticia y ese agravio no lleva a la paz.

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