Por Porfirio Muñoz Ledo Bitácora republicana
Bajo el título “Un sexenio de oportunidad educativa”, el Banco Interamericano de Desarrollo acaba de dar a conocer una “nota de política sectorial” que es, en realidad, un balance escueto y descarnado sobre el lamentable rezago de la educación mexicana, sus causas y las principales tareas que deberían acometerse. El estudio parte de análisis cuantitativos realizados por otras agencias, en particular la OCDE, que dan cuenta del despeñadero en que se precipita la competitividad del país. En este documento de política se describen sumariamente los principales retos a los que se enfrenta nuestro sistema educativo en cuanto a la cobertura, calidad y eficiencia de sus distintos niveles y se enumeran algunas de las reformas impostergables para que México dé un salto adelante en el escenario global. En este campo se juega, como en ningún otro, la viabilidad de nuestra democracia, la construcción de ciudadanía, la cohesión y la equidad sociales, la productividad de la economía y los términos de nuestra inserción en el mundo. Algunos datos son aterradores: a pesar de que -con veinte años de retraso- se estableció en 1993 la obligatoriedad de la escuela secundaria, el ¡58%! de los jóvenes de entre 12 y 14 años no ha aprobado ningún grado posterior a la primaria; incumplimiento del mandato constitucional en más de la mitad de los educandos potenciales. Sólo un 34.5% de la población en edad de recibirla se inscribe en el primer grado de la media superior y únicamente un 18.8% lo hace en el tercero. Cuando los países más avanzados de América Latina se acercan ya a la atención universal en ese nivel. El retroceso en la cobertura va acompañado de un deterioro creciente en la calidad de la enseñanza, ambos superiores a los de cualquier otro país de desarrollo semejante. Se ha iniciado una espiral involutiva que conduce hacia el cuarto mundo a la mayoría de la población, mientras una minoría se incorpora a los circuitos productivos modernos por vía de la imitación o de la migración. El sistema educativo es así el espejo de nuestra abismal desigualdad, la causa eficiente de nuestra incompetencia económica y el pantano donde naufragan los atributos de nuestra soberanía. La redención de esta tragedia nacional se torna cada vez más difícil. La posposición de las reformas durante tres decenios exige remedios cada vez más drásticos, cuando el debilitamiento del Estado disminuye la capacidad para tomarlos. Tal vez se ha hecho realidad la premonición de mi antecesor en la titularidad de la Secretaría de Educación, cuando me dijo, en arrebato teatral, que su única solución era volarla y volverla a construir. La obra de demolición se antoja indispensable, pero más aún la de reinvención. Ello supone la remoción de sus grandes lastres: la deserción política, el deterioro fiscal y la primacía de un gremialismo voraz. En el repaso de las más notorias deficiencias, el estudio se topa siempre con la misma piedra; como en las antiguas estructuras imperiales, todos los caminos lo conducen...al sindicato. Afirma sin soslayo que ese organismo es “el mayor obstáculo que enfrenta actualmente el sistema educativo mexicano”, ya que su presencia preponderante en la “gestión del recurso educativo la ha politizado y ha impedido las reformas necesarias para introducir parámetros modernos, equitativos y transparentes que permitan elevar el profesionalismo del magisterio y por ende su calidad”. El secuestro del sistema por una constelación de organizaciones gremiales altamente corporativizadas lesiona prácticamente todos sus componentes. Detentan el monopolio de la formación, la capacitación, la capilaridad, la distribución y la promoción del personal docente. Levantan barreras a una evaluación genuina, que considere no sólo el rendimiento de los educandos, sino el de los maestros, las unidades escolares y los métodos de enseñanza. Obstruyen los procesos de descentralización, deforman los criterios de remuneración, contribuyen a la deserción escolar y socavan la interacción entre la sociedad y la escuela y entre los padres de familia y el proceso educativo. Todas estas deformaciones parten de una confusión perniciosa entre la función sindical, la planeación y gestión educativas y la autoridad pedagógica. A través de su inserción en todos los ámbitos y niveles de la administración, vuelven rehenes a los altos funcionarios y someten la voluntad de los mandos intermedios, surgidos del propio magisterio. Diluyen la alteridad propia de toda relación de trabajo; son a un tiempo los caciques del personal y los dueños de la empresa. Detentan el poder pero no asumen la responsabilidad. La Iglesia en manos de Lutero. Este modelo de relación laboral pervertida se impuso en la medida que se aceptó el cobro de facturas políticas en la fuente de trabajo. Mediante el disfrute de un número inmenso, pero nunca cabalmente cuantificado, de “plazas comisionadas”y la permisibilidad de utilizar al personal docente en movilizaciones políticas y faenas electorales, los líderes ensanchan su poderío a costa de las horas de clase perdidas y de la impotencia creciente de las autoridades formales del sistema. Semejante dialéctica, que en el antiguo régimen generaba tensiones internas, se entronizó más tarde sin freno, como consecuencia de la pérdida de visión de Estado. Reviso estos días la Historia oral que concedí hace tiempo al profesor James Wilkie y que está próxima a publicarse. En el capítulo VI, “El educador” narro con detalle mis conversaciones con el presidente López Portillo, antes de aceptar la Secretaría de Educación. Entre las grandes cuestiones que abordamos, le expliqué las relaciones con el sindicato y acordamos separar asépticamente las esferas de lo político y lo educativo. Habiendo sido coordinador de la campaña electoral, me negaba a pagar deudas electorales a expensas de la educación nacional. Convenimos que el dirigente sindical tendría un cargo de gabinete a condición de no interferir en las grandes reformas que debíamos emprender. Al poco tiempo se rompieron los compromisos. Las causas principales: el proyecto de descentralización educativa, la transformación del sistema de preparación de maestros y los estragos causados por nuestro feroz combate a la corrupción. En contradicción con sus solemnes promesas, un año después el Ejecutivo solicitó mi renuncia y el más ambicioso Plan de educación concebido hasta entonces quedó enterrado para siempre. El deterioro de la autoridad educativa fue gradual pero irreversible. Nunca como ahora sin embargo se había entregado la plaza con tanto descaro. La contribución de la maestra Gordillo a la defraudación del sufragio público no tiene precedente en el historial del gremio. Al punto que ha patentado un mercenariato electoral para venderlo en cada entidad federativa. Es ésta la versión más nociva del predominio de los poderes fácticos. Resulta una contradicción insalvable que el gobierno emplee todo el poder público contra quienes amenazan su seguridad externa y entregue por otra parte a sus depredadores internos las instituciones depositarias del futuro de la nación. He aquí una tarea ingente para los reformadores del Estado. |
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