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jueves, febrero 08, 2007

PORFIRIO MUÑOZ LEDO.

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jueves, 08 de febrero de 2007

Bitácora Republicana
Porfirio Muñoz Ledo

El 150 aniversario de la Constitución de 1857, coincidente con noventa años de existencia de la de 1917 ha dado motivo para toda laya de discursos, artículos y declaraciones; algunos interesantes pero ninguno trascendente. No he encontrado siquiera quien retome el consenso fundamental al que habíamos llegado el año 2000, al fin de los trabajos de la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado. La necesidad de emprender una revisión integral de la Constitución de la República.
Se salva la propuesta enfática de un Constitución para el Distrito Federal, correspondiente a los pactos políticos de 1996, que armonice el ejercicio de la soberanía nacional con el de la soberanía local. Pero, por lo que hace a las reformas a la Ley Fundamental, abundaron las ambigüedades y se instaló, con la peor intención, un falso debate entre nueva constitución y enmiendas a la anterior, cuestión que ya habíamos zanjado a satisfacción de todos.
Lo más notable fue la atención que mereció el ordenamiento de 57, en comparación a otras conmemoraciones. Parecería normal, tratándose de su sesquicentenario, aunque llevaba el propósito subliminal de rescatar la simbología que envuelve al águila republicana y que hoy distingue al gobierno legítimo. También se quiso obviar la discusión sobre la obsolescencia de nuestro actual ordenamiento y un compromiso claro sobre la agenda de las reformas impostergables.
En el discurso del Ejecutivo hay gato encerrado, o si se quiere, gatopardo camuflado. Viniendo de un mandatario surgido del partido de la derecha, se antojan inverosímiles los múltiples ditirambos que dedicó a los liberales del 57 y a los revolucionarios del 17. En nada se distingue de los mensajes oficiales de antiguo cuño. Parece extraído del manual del priísta perfecto. La reencarnación de Ruiz Cortines y de sus apotegmas huecos y sonoros.
Frases como "la historia es la formadora de los ciudadanos" son dignas de Por mi madre bohemios. Aunque otras resulten menos inocuas, como: "México se erige hoy como un Estado moderno, democrático y soberano, que garantiza las libertades de todos"; lo que además de ser absolutamente falso, suena a un "aquí no ha pasado nada y tenemos régimen panista para rato". Falsa interpretación de las cortesías diplomáticas y palabras de aliento que le depararon los gobernantes europeos a los que acaba de encontrar.
Regresó envalentonado, en el tono de la copla michoacana que le dedicó a Hugo Chávez. Un agudo político comentaba que, por carácter, Felipe no es un triunfador, sino un triunfalista. Le es fácil asumir el rancio discurso de la infalibilidad presidencial, que naufragó en la tormenta del 68. Y adoptar la argumentación legalista que cohonestaba el uso abusivo del poder, como "las instituciones funcionan y nuestra Constitución tiene plena vigencia en el México democrático que vivimos".
Semejantes enormidades no pueden provenir de un reformador, sino de un conservador, para decir lo menos. Consagran la teoría panista según la cual bastaba la alternancia para que aterrizáramos en la democracia. Hace de la necesidad virtud y se mete en las ropas, aun las militares, de un régimen anterior a la llegada del civilismo. Pasa por alto que México no ha vivido durante muchos años un Estado de Derecho, lo que era el supuesto mismo de la doctrina de su partido. Negar la necesidad de una profunda reforma constitucional, significa que pretende apropiarse del pacto de simulación en su beneficio y detener la historia que tanto evoca.
Aquello de "renovar el Derecho desde el Derecho y la Constitución dentro de la Constitución", a más de ser una perogrullada, lleva jiribilla y se complementa con esta otra, referida a "los atributos individuales del dictador que desafía el orden constitucional invocando falsamente al pueblo y a su voluntad. El mundo al revés: ahora resulta que los violadores del orden electoral representan la legalidad, mientras que quienes defienden el sufragio público son los que actúan contra la ley.
Sirve también para no precisar cuáles son las "reformas necesarias al progreso de México" y cortar el paso, retóricamente, a quienes pugnamos por una nueva constitucionalidad, que es justamente lo que hace seis años propuso Fox, cuando parecía creer en la transición y estaba aún viva la coalición de fuerzas que hicieron posible el cambio. Expuso entonces una agenda razonada de reformas y reconoció que la alternancia no garantizaba por sí sola un régimen democrático. Convocó en consecuencia a "una reforma integral del Estado" y a una "Constitución renovada".
La propuesta de hoy se contrapone abiertamente con la de ayer, como lo hizo sordamente Calderón cuando presidía su grupo parlamentario en la Cámara de Diputados. De ahí provino el rechazo más tenaz al cumplimiento de la promesa presidencial, formulada el 22 de noviembre del 2000, en el sentido de establecer -mediante la adición de un nuevo artículo transitorio a la Constitución- una Comisión en el seno del Congreso, responsable de emprender una reforma de fondo de nuestra ley suprema. ¡Oh paradoja!, Fox llamó ese día a evitar "la banalización de la historia".
Previamente, los miembros de la Comisión y los juristas consultados estuvimos de acuerdo en que era posible una revisión integral de la Constitución, siempre que se respetaran sus decisiones políticas fundamentales en cuanto a la organización del Estado, la protección de los derechos humanos, incluyendo los derechos sociales, y la salvaguarda de los derechos de la nación. De ahí surgiría en la práctica una nueva Constitución, en el sentido que lo fue en su tiempo la de 1917, heredera de la de 1857. Para evitar polémicas bizantinas, hablábamos de una Constitución nueva, introduciendo el matiz que hay entre una nueva casa y una casa nueva, que resulta de la renovación de la anterior.
La Ley para la reforma del Estado que hoy se votará en el Senado tiene la virtud de poner en movimiento el proceso mediante un ordenamiento legal, de carácter vinculante. Fue análogo el propósito que nos indujo proponer un transitorio constitucional. Retoma además el proyecto que presentamos en el 2002 a fin de crear un organismo más amplio, que incluyera no sólo a los legisladores, sino al Ejecutivo, los partidos, congresos locales, especialistas y representantes de la sociedad. La agenda es escueta, pero permitiría llenar evidentes lagunas y resarcir los daños que produjo la falsificación electoral.
Pero no se trataría sólo de reestablecer la equidad en los procesos políticos y democratizar los medios de comunicación, sino de avanzar en otras reformas indispensables para fortalecer al Estado, incrementar la gobernabilidad, descentralizar el poder y garantizar la participación ciudadana. Antes de concluir sus trabajos, esa comisión debiera proponer un método para la revisión cabal de la Carta Magna, que no excluye por cierto un Congreso constituyente o el otorgamiento expreso de facultades constitucionales al Congreso. He ahí el verdadero dilema.

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