Manifestaciones y elites
Las conexiones entre las elites y las muchedumbres protestantes nunca han sido fluidas, menos aún íntimas o mutuamente entrelazadas; al contrario, los participantes de unas y otras tienen hábitos, aspiraciones y maneras de ver la vida muchas veces divergentes. Las elites se desenvuelven bien en elegantes oficinas silenciosas, en cenas pensadas con destreza para los acomodos, la negociación y las conveniencias; están integradas por individuos que gustan del intercambio directo con sus iguales, de trabajar en voz baja, de compartir con los que puedan entender las propias preocupaciones y fortalecer sus visiones, más aún cuando tales ejercicios procedan de superiores jerárquicos o de figuras consagradas.
Las muchedumbres, en cambio, se reúnen para la sobrevivencia y para manifestar sus agravios, su descontento, para mitigar su rabia. La energía les fluye cuando se sienten juntos, se les acrecienta en el contacto, se contagian a gritos, con tambores y espavientos. Por eso sus manifestaciones están condenadas a nutrirse en los espacios abiertos del sordo ruido de su transitar. Las manifestaciones provienen de las barriadas, tienen tinte de exiliados, alcurnia de olvidados y de ignoradas minorías. Las manifestaciones nacen, se prolongan, y la mayoría de las veces mueren en las plazas y los callejones, en las avenidas y los parques, porque su ser mismo es abultado, denso, fugaz, incapaz de recalar en una cómoda sala de espera o salón con chimenea.
Para ser oídos tienen que gritar con otras muchas voces, fundirse con ellas. Las manifestaciones son búsquedas de apoyo, de salidas a pesares insostenibles. Los manifestantes no salen a gritar porque les guste hacerlo, saben que su futuro depende de ese gran esfuerzo colectivo.
A diferencia de las elites, que gozan y buscan las reuniones de enterados, de juntarse con los que importan, con los que deciden, las manifestaciones sufren el descampado, aguantan el mal tiempo, sudan en el ajetreo. Salen a las calles porque no tienen otro medio a su disposición, sienten que han quedado a la deriva, sin oportunidades, ante puertas apenas entreabiertas o de plano canceladas. Buscan en los ojos y los rostros multitudinarios una sonrisa compartida, un guiño de apoyo, buscan identificarse con la rabia y el ingenio del vecino que marcha a su lado.
Por eso, las manifestaciones y las elites transitan, miran, se acongojan, se ocupan y lloran de manera distinta. A las elites hay que forzarlas a abrirse, a escuchar, a atender los reclamos, a confrontar sus visones e ideas con las muchedumbres que las interpelan, que las retan, que las desafían para cambiar, para ajustar voluntades, para que renazca en ellas la generosidad. Las elites son solitarias, saben tirar de los picaportes decisorios, afectan la vida de miles. Las multitudes ansían el cambio, al salir a las calles buscan la oportunidad de continuar en la vida, de ser tomadas en cuenta.
Estas reflexiones vienen al caso por una serie de posturas de algunos miembros de las elites periodísticas, televisivas o radiofónicas, que se han sumado a la tarea de subir a la picota, de cuestionar la eficacia, la legitimidad y hasta la utilidad de las manifestaciones públicas como instrumento de combate, de lucha política. Un fenómeno que se ha hecho común en este país asfixiado por una angustia compartida a la que las elites son ajenas.
Se ha convertido en moda escamotear a la izquierda la legitimidad de sus bravatas, sus corajes, sus pleitos, sus organizaciones, programas y logros. Algunos de estos personajes de plano colocan a las manifestaciones como instrumentos del pasado, inservibles e impertinentes que encajaban dentro de una sociedad cerrada, frente a un poder omnímodo indiferente y lejano, pero no caben en la modernidad democrática del México actual y las condenan al desván de lo innecesario, de lo repetitivo, de lo manipulable.
Se olvidan de la historia de este país, de otros del continente, de los vecinos del norte que tantas lecciones muestran con sus caminatas congestionadas de seres humanos, de ciudadanos inquietos y conscientes, sociedades mucho más abiertas y más desarrolladas que contaron, casi desde sus albores, con medios de comunicación eficaces, al alcance de los inconformes y del ciudadano común; sin embargo, en todos ellos, las manifestaciones populares siempre marcaron rumbos, dibujaron el futuro, abrieron rutas para la transformación, nunca para el retroceso como sí lo hicieron los escritos, las críticas, los abucheos, la indiferencia y las burlas de ciertas elites.
Baste repasar las recientes manifestaciones en Francia contra las pretendidas reformas funcionalistas y eficientistas de la educación; las de los emigrantes para ser reconocidos como ciudadanos con derechos, las de Alemania para defender sus conquistas laborales, las de Estados Unidos por los derechos civiles, las ucranianas para tumbar a usurpadores electorales, las argentinas para correr a dirigentes ineptos que los llevaron a la crisis financiera, las chilenas por la justicia, las venezolanas para escoger un rumbo distinto. En fin, éstas y tantas otras, que sería largo citar, pero que sucedieron en distintos contextos y con variados propósitos. Todas necesarias, indispensables, para hacer oír apremios, deseos, esperanzas y malestares.
Para eso también se marchó en la ciudad de México el miércoles pasado y en los meses anteriores, pero la soberbia de algunos difusores, de críticos asépticos sólo les ha permitido contar y recontar con tono de burla y desprecio el número de asistentes para poder augurar derrotas y el supuesto desplome de un liderazgo, motivados en el fondo por ese hilo fóbico hacia un personaje que les rellena de bilis y que a pesar de su cantada apertura democrática no pueden tolerar.
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