Porfirio Muñoz Ledo escribe en el Universal:
Derecho al Sufragio.
D ías antes de la jornada electoral, algunos medios de información extranjeros se interrogaban sobre el significado último de los comicios.
Me preguntaban si, en caso de ser exitosos, ello implicaría que la democracia mexicana se habría consolidado. Invariablemente respondí que no, ya que la transición sólo puede completarse mediante una profunda reforma de las instituciones, que liquide el autoritarismo y conduzca a un genuino estado de derecho.
Añadí que tampoco podríamos hablar de democracia electoral, habida cuenta del cúmulo de ilegalidades cometidas previamente por los agentes de la autoridad. Que a lo más se probaría que el sistema electoral -de la instalación de la casilla a la calificación- sigue funcionando correctamente.
Maticé además, de modo reiterado, que si la diferencia de votos entre los candidatos era grande, la decisión ciudadana sería universalmente respetada independientemente de los excesos en que la autoridad hubiera incurrido o estuviera perpetrando.
Todas esas hipótesis quedaron verificadas en los hechos, salvo la última, que era difícil de imaginar. Esto es, que una combinación de ardides y complicidades, de conductas fraudulentas y de maquinaciones del órgano electoral, redujera esa distancia y colocara a la cabeza del cómputo al candidato presidencial que, de acuerdo al sufragio ciudadano, había llegado en segundo lugar.
El proceso político y electoral del 2006 representa hasta ahora un retroceso grave en nuestro avance democrático. Poco después de haberse instalado en Los Pinos, Vicente Fox echó a andar un proyecto reeleccionista, cuya personera sería la otra mitad de la pareja presidencial. La condena de la opinión pública y la oposición de su propio partido lo hicieron cambiar en dos ocasiones de destinatario, pero no de propósito.
Sólo así se explica la vesania con que desató la cacería contra su principal adversario, desde la aventura del desafuero hasta la cadena ininterrumpida de calumnias y denuestos que se prolongó hasta el último día de la campaña.
La conducta del Ejecutivo federal y de los gobernadores panistas no deja lugar a dudas sobre la decisión partidaria de permanecer en el poder, usando y abusando de los recursos públicos a su disposición. La gran paradoja es que el fracaso político del gobierno y la patética mediocridad de su gestión no fueron óbice para la ejecución de un plan dirigido a su permanencia en el poder.
Utilizaron sin escrúpulos las potestades que el sufragio les otorgó para actuar en contra de la voluntad ciudadana. No se equivocaba el joven estudiante que exhibió ante el rostro del mandatario un letrero que decía "traidor a la democracia".
Parte fundamental de ese diseño fue el debilitamiento y la supeditación política del Consejo General del IFE. De toda evidencia la designación del consejero presidente fue fruto de un acuerdo entre la Presidencia de la República y el PRI, sellado a través de la coordinadora parlamentaria de ese partido y comadre de Fox, en el contexto de una alianza, posteriormente frustrada, para la aprobación de la reforma fiscal. A pesar de gestos y maquillajes, el Consejo no subsanó nunca su dudosa legitimidad y origen, sino antes bien la confirmó con sus actos.
No podría coincidir con mi respetado amigo José Woldenberg cuando afirma que en materia de cómputo de votos no hay "posibilidad alguna de transa", pero sí en su aserto de que las irregularidades incurridas se deben "a la naturaleza humana". Aclarando por mi parte que la falla humana no sólo consiste en el error sino también en la omisión culpable o en la intención deliberada de manipular el proceso.
Recordaría al anterior presidente del Consejo que, bajo su conducción, ese cuerpo colegiado elaboró un proyecto minucioso de reformas indispensables al Código Electoral que envió a las dos cámaras del Congreso de la Unión. Apenas arribaron al cargo los nuevos consejeros declararon que tales modificaciones no eran necesarias. Estoy cierto de que asumieron esa actitud no únicamente por complejo respecto de sus antecesores, ni menos por ignorancia, sino por una pasividad deliberada frente al poder del gobierno, de los partidos y del dinero. Renunciar a la posibilidad de fortalecer la institución de la que se es responsable sólo puede ser signo de una inclinación suicida o de una complicidad con las fuerzas que se está obligado a regular.
Abundan los testimonios de una conducta minimalista y timorata del Consejo General. Por ejemplo, su negativa a aceptar el dictamen aprobado unánimemente en la Cámara de Diputados respecto al voto de los mexicanos en el extranjero y la maquinación que emprendió en el Senado para reducirlo a sufragio por correspondencia, que resultó oneroso y raquítico. O bien su rechazo y escamoteo a la declaración que adoptó en Zacatecas, en junio de 2005, un distinguido grupo de especialistas llamando a impulsar "una segunda generación de reformas electorales", así como a "acabar con la simulación en los órganos responsables de conducir y sancionar esos procesos, que mantienen un modelo de integración por cuotas partidarias".
El Consejo del IFE hizo caso omiso de las atribuciones que constitucional y legalmente le conferimos para que ejerciese un papel arbitral y moderador en la contienda. Jamás se atrevió a sacar una tarjeta roja y el amarillo de las que exhibió estaba claramente desteñido. Nunca sancionó hechos graves como el dispendio publicitario en que incurrió el gobierno y su intromisión ilegal en el proceso, ni quiso atajar a tiempo una campaña calumniosa y degradante de los valores democráticos, que incidió nocivamente en los resultados electorales.
En su edición del 26 de junio pasado, EL UNIVERSAL reporta que el candidato del PAN erogó 574,455,824.70 pesos en propaganda electrónica. Casi la totalidad del tope de gasto al que legalmente tenía derecho. El IFE debiera haberse preguntado si todas las demás actividades de campaña costaron únicamente 25 millones y medio de pesos y haber actuado en consecuencia. Innecesario recordar las contradicciones y vacíos en que naufragó la autoridad moral y política del Consejo durante la jornada electoral.
Quedará para la memoria histórica el hecho de que el conteo preliminar haya sido subsanado en casi tres millones de votos después de que legalmente había sido cerrado y que éste haya fluido en orden descendente de votos sufragados para el candidato panista, cuando el conteo distrital arrojó un orden inverso. Ahora, el IFE ya no tiene vela ni en su propio entierro. El tramo final del proceso queda bajo la jurisdicción del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en el que depositamos desde 1994 la facultad de evaluar, corregir y finalmente calificar la elección. Es decir, ha concluido la fase cuantitativa y habremos de entrar en un ámbito esencialmente cualitativo.
La demanda social es el respeto al sufragio. O mejor, el respeto al ciudadano. De ahí la exigencia extendida de la apertura de los paquetes electorales cuando existan las causales que la ley establece. Pero también cuando el Tribunal considere que la transparencia de los sufragios emitidos es condición ineludible para determinar la legitimidad del proceso que tiene el deber de avalar y el derecho de enmendar o de anular.
No olvidemos que el Tribunal está obligado a velar en última instancia por los principios de certeza, legalidad, imparcialidad y objetividad de la elección en su conjunto. Sobre todo, que la potestad de elegir libremente a sus gobernantes es el fundamento mismo de la soberanía y un derecho humano cuya jerarquía es superior a toda norma.
La paz de la República depende de la culminación legal y del refrendo ciudadano de esta larga batalla en la que se juega la vigencia de la democracia y el futuro de la nación.
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viernes, julio 07, 2006
LA PAZ DE LA REPÚBLICA DEPENDE DE LA CULMINACIÓN LEGAL.
Publicadas por Armando Garcia Medina a la/s 9:50 a.m.
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