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sábado, julio 29, 2006

EL FRAUDE IMPERFECTO.

Estado defraudador.

alejandro pérez utrera/apro

México, D.F., 28 de julio (apro).- Para que un fraude sea perfecto no debe quedar suelta ni una hebra de su trama. Fraudes ha habido en México que no pudieron ser perfectos: El electoral de 1988 contra Cuauhtémoc Cárdenas, cuando lo más refinado de la mapachería priista quedó al descubierto y culminó con la “caída del sistema” en un proceso que, como ahora en el caso de Andrés Manuel López Obrador, fue antecedido por una feroz satanización contra los líderes del Frente Democrático Nacional, y el de los comicios del 2 de julio último, respecto del que todavía hay resistencia para llamarle por su nombre, pese al entorno fraudulento que lo precedió, lo concretó y lo envuelve hasta ahora...

Un fraude perfecto, al igual que un crimen perfecto, no deja huella, y en consecuencia no puede demostrarse.

Pero en el caso de la elección reciente el gobierno de Vicente Fox prohijó desde mucho tiempo antes una atmósfera fraudulenta con su consigna de destruir a López Obrador.

Y como a estos ataques le siguieron las irregularidades observadas durante la jornada y en el sistema de conteo del IFE, nos encontramos aquí con un fraude imperfecto, tanto por su torpeza como por las múltiples huellas que se dejaron en el camino.

Desde la era del PRI, la institucionalidad fue violentada por el propio Estado y no por un caudillo opositor, llámese Cuauhtémoc Cárdenas o Manuel J. Clouthier, ni por sus seguidores. Fue el sistema priista el que por méritos propios –su autoritarismo, su antidemocracia, su corrupción sistemática – hirió de muerte no sólo a las instituciones del Estado, sino al partido que le dio sustento.

Ciertamente esos métodos no han cambiado en el actual régimen, razón por la cual millones de mexicanos no se dan por satisfechos con la “transparencia electoral” pregonada por el gobierno foxista, precisamente el que metió las manos en los comicios del 2 de julio.

Con la agravante que aporta esta injerencia, característica de una elección de Estado, ¿acaso esos mexicanos no tienen todo el derecho de desconfiar de una institucionalidad que está siendo pervertida por la autoridad encargada de resguardarla?

En tal caso, no sería un exceso afirmar que la sola indignación ciudadana se constituye en indicador de que, en efecto, se perpetró un fraude. ¿Tendríamos que clasificar ese sentimiento, digamos, como causal de indignación abstracta?

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