¿Cambiar la Constitución?
El origen de la legitimidad de la Constitución de 1917 no es necesariamente evidente. Es una Carta Magna que nació al calor de una guerra civil, en la que los constitucionalistas derrotaron a las fuerzas que, desde 1911, habían hecho la labor esencial para desmantelar el viejo orden del porfiriato. Si se compara a la Convención de Aguascalientes, que se celebró en 1914, con el Congreso Constituyente de 1917, quienes no están presentes en Querétaro son los villistas y los zapatistas, es decir, los contingentes que habían convertido a la caída de Díaz en la apuesta de una nueva sociedad. Desde su nacimiento, la Carta Magna que rige hasta la fecha a nuestro orden jurídico fue obra de un orden autoritario. Ese orden se expresó en un régimen que hizo del caudillismo, y más tarde del presidencialismo, la pieza nodal de un equilibrio político que desfiguró por completo la herencia democrática y social que inspiró a la propia Constitución. La enorme distancia que, a lo largo del siglo XX, separó al país formal -figurado por leyes y preceptos de una República formalmente democrática y un Estado aparentemente de bienestar- del país real, movido por las prácticas verticales y la exclusión social, data en rigor del nacimiento mismo de un orden que encontró su viabilidad en una suerte de esquizofrenia entre un régimen estamental y un imaginario político aderezado con muchas de las utopías modernas de la igualdad ciudadana. Una esquizofrenia que hizo del mundo de la ley una fachada discursiva, y en casos extremos, una suerte de estado permanente de excepción.
Hoy se discute, una vez más, la posibilidad o la necesidad de contar con un régimen constitucional que esencialmente suprima la distancia entre el país legal y el país real, un régimen que termina la era de la ficción jurídica en la que creció y decayó un sistema político que fue finalmente presa de esta incongruencia. Este y no otro, a mi parecer, debe ser el sentido principal de las discusiones que precedan a una decisión de estas proporciones. Optar por una nueva Constitución sin reflexionar en las causas que hicieron de la de 1917 el guión de un simulacro, significaría otro simulacro.
Son muchos los temas que se hallan en esa sala de cuidados intensivos en la que se halla el sistema jurídico del país: la relación entre el Congreso y la Presidencia, la pulcritud de las elecciones entre la ciudadanía y el Estado, los derechos de género, los derechos indígenas, la ciudadanía social, etcétera. Pero ninguna de ellos cobra sentido si el ensamblaje que separa a la ley de su aplicación permanece igual.
Vicente Fox inició su sexenio con los aspavientos de una reforma de Estado, cuyo eje era la reforma constitucional. No procedió porque el Congreso no estaba en sus manos y el Ejército lo veía con recelo. Seis años después el panorama se ha modificado. Las fuerzas principales del Poder Legislativo parecen convencidas de la necesidad de retomar la iniciativa. Muchos de los poderes fácticos ven en esta reforma la posibilidad de formular sus propias propuestas. El PRI ya no puede hacer mucho para impedirlo.
El problema sustancial reside acaso en los métodos con los que se emprendería la reforma constitucional. Si es una iniciativa que queda secuestrada por la propia sociedad política, el debate nunca ofrecerá una visón externa a quienes son hoy en día el objeto central de la crítica de la sociedad.
Tal vez habría que empezar por pensar en un proceso que involucre a la ciudadanía misma, que la haga partícipe y protagonista de un esfuerzo de tal envergadura. Aunque el derecho al referéndum sería seguramente una de las propuestas que deberían sancionarse en debate constitucional, promover un primer referéndum para auscultar la opinión de la población significaría un punto de partida que daría un consenso inigualable para sostener una iniciativa que, de ipso, reforma el punto de referencia central en el que la sociedad se reconoce como tal.
¿Nueva Constitución o no? Someter esta decisión a una elección general inauguraría la práctica del referéndum abriendo un nuevo camino a la historia de la formulación de las constituciones en México: no el de la imposición sino el del encuentro.
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