26-02-2008
"Dice verdad quien dice sombra" (Paul Celan)
En algún hospital psiquiático los llaman informalmente "código Z". Se refieren así a los diferentes casos de malestares de nuevo tipo que llegan a consulta: un hombre que pide una baja médica por acoso laboral; un adolescente que acude con trastornos de la atención, incapaz de mantener la concentración en nada durante más de unos segundos; una mujer que busca solución para sus repetidos ataques de pánico, en los que de pronto el corazón se le dispara, no puede respirar y cree morir o estar volviéndose loca... Nuevos síntomas, se dice, pero ¿de qué?
Son malestares difícilmente legibles o codificables en los marcos de interpretación establecidos. Ni siquiera tienen un nombre técnico preciso: simplemente son "código Z". Sin embargo, en una entrevista reciente (Archipiélago, nº 76), el psiquiatra Guillermo Rendueles calcula que aproximadamente un 30% de la población pasa en algún momento por una consulta psiquiátrica, no sólo víctima de enfermedades mentales duras, sino en buena medida atravesado por estos nuevos malestares. ¡Un tercio de la población!
Por ello no es casual que en los últimos tiempos algunas publicaciones se interroguen políticamente por estas nuevas enfermedades del alma. El pensamiento crítico ha considerado siempre que, en palabras de Guy Debord, "la realidad de la que hay que partir es la insatisfacción". Es decir que, para conocer una sociedad, lo mejor no es hacer el análisis de sus instituciones o retóricas, sino de sus fallas, averías y grietas. Fallas, averías y grietas que somos nosotros mismos: nuestras enfermedades, tristezas y depresiones. Ese es el atrevimiento del grupo Espai en Blanc en un número de su revista titulado "La sociedad terapéutica" (nº 3-4, ed. Bellaterra)*, que me inspira estas líneas.
¿Y qué nos dicen sobre nuestro funcionamiento social los nuevos malestares? A diferencia de los antiguos, no parecen tener tanto que ver con un exceso de represión ("no hagas esto", "no goces", no hables"...), como con un vacío de sentido. Más allá de la búsqueda de un cuerpo perfecto, Alejandra Ogier explica así su anorexia en un testimonio que puede encontrarse en la red: "el miedo, el miedo a vivir, el miedo a no encontrar un lugar en el mundo, miedo a no saber por dónde caminas, miedo a no tener a qué agarrarte, a no poder sostenerte (...) En este escenario, la comida aparece como algo que crees que puedes controlar (en realidad no controlas nada), dándote una falsa y engañosa seguridad que no logras encontrar en tu interior, el único lugar donde verdaderamente puedes encontrarla".
Esta sociedad quema cotidianamente la confianza que podamos tener en nosotros mismos, en los demás y en el mundo. El trabajo hoy ya no sólo exprime y acaba triturando el cuerpo, sino también la mente y la sensibilidad más íntima de cada uno: hay que ser atractivo, flexible, sociable y creativo con la pistola del despido en la sien (¡y que se mueran los tímidos, los raros, los torpes!). La individualización generalizada de las condiciones de vida nos hace creer que cada cual debe buscar soluciones personales a problemas producidos socialmente: así, el otro es siempre un objeto, un obstáculo o un enemigo, nunca un cómplice o un semejante. La precarización de la existencia nos coloca constantemente al borde de la catástrofe.
Presión, presión, más presión. ¿Hasta cuándo podremos aguantar? Las drogas no ayudarán siempre a seguir el ritmo. ¿A dónde nos llevará la cantidad de resentimiento acumulado por "no estar a la altura"? Depende en buena medida de si vivimos en un país donde se pueden adquirir armas de fuego en la esquina. ¿Qué redes afectivas sostendrán nuestra caída? Ay, estábamos tan ocupados que se nos olvidó cuidarlas y ahora tenemos que comprar ayuda profesional de repuesto.
Según Rendueles, la institución "psi" tiene mayoritariamente dos respuestas para ese paciente que busca salir de la crisis: ciégate a la realidad y fabrica optimismo. Si la realidad te hace sufrir, "relaja" los vínculos que te unen a ella (no "inviertas" demasiado en el amor, en un duelo, en un sueño). Del optimismo ya se encargan los psicofármacos. Reparado por dentro se vuelve a afrontar la misma vida de antes. ¿Funcionará? "Toda repetición des-anima", advierte el filósofo Alain Badiou. Remedar simplemente el Yo que se ha roto no puede ser la solución, porque el ideal mismo de autorreferencialidad de ese Yo -exitoso, autosuficiente, invulnerable- es parte del problema.
Si el capitalismo contemporáneo produce impotencia, miedo, tristeza, indiferencia, sinsentido, ¿no debería ser entonces la acción política antagonista un "espacio terapéutico" que absorba nuestros malestares y los devuelva transformados en resistencia común y liberadora? ¿Podemos compartir la perturbación que nos recorre? ¿Podemos asumir la irreversibilidad de la ruptura y, a partir de ahí, cambiar de vida, cambiar la vida? ¿Podemos "hacer de la enfermedad un arma", como pedía el antiguo Colectivo Socialista de Pacientes, sin que nos consuma su fuego?
Sin embargo, aquí lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Los nuevos malestares no sólo son un "código Z" para la institución "psi": la política sigue siendo completamente ajena a las heridas íntimas. Y no me refiero tan sólo a la política institucional, como sabe cualquiera que haya tenido una experiencia organizativa en el campo de los movimientos sociales alternativos. Las tristezas y los malestares hay que dejarlos a la puerta del local militante o compartirlos en espacios privados de afecto y amistad. Sólo se valora la potencia de la acción, el deseo y la ideología, nunca la energía que habita también en los desarreglos, las crisis y los balbuceos.
¿Y no conviene desconfiar radicalmente de la autenticidad de aquello que no tiene sombra?
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