La evasión
Nadie podría decir que el campo arde o que las ciudades se conmueven ante la irrupción del proletariado que reclama derechos fundamentales, como ocurrió a finales de los años 20 del siglo pasado. Pero de que el subsuelo anda suelto, nadie debería tener la menor duda: se desplaza por las veredas e inunda las plazas y exige salario o simplemente actúa por su cuenta mediante los múltiples sótanos de la informalidad o de plano el crimen menor y mayor, pero siempre organizado. O se va para el Norte con y sin muros y sin prestar atención a las vulgaridades de una no política exterior que se ha reducido a su mínima expresión en una cancillería poblada de vanidades y nostalgias pero despoblada de ideas y auténtica memoria.
Las movilizaciones sociales de los días recientes pueden alarmar a las nuevas cofradías de unas buenas conciencias disfrazadas de liberales e imaginadas aristócratas, pero en su ruido y furia apuntan a la corrosión de un núcleo decisivo de la convivencia que el gobierno no quiere reconocer en su gravedad cancerigena. La desigualdad ha dejado de ser una costumbre porque las garras de la inflación se asoman de nuevo y las promesas de alivio no llevan a ninguna parte. La economía, un cuarto de siglo después de iniciada la marcha por la "gran promesa" de la reforma neoliberal, se presenta vestida de harapos y sin haber resuelto el problema económico fundamental que vuelve a ser la escasez de bienes básicos y elementales para la reproducción de la vida. Y esto no puede afrontarse con salmos estabilizadores y "puntadas" tecnocráticas. Exige un reconocimiento y un diagnostico descarnados y sin concesiones, más que el retintín insufrible de la continuación generacional de las reformas sin fin ni contenido real.
La reciente es una historia de retos no asumidos y de ajustes de cuentas siempre pospuestos, dejando en el aire los temas fundamentales de toda política en verdad democrática. Caer víctimas del formalismo más rudimentario o de un legalismo sin adjetivos, fue la ilusión de un discurso dizque democrático que en realidad buscaba cerrar el paso a todo intento por desplegar la pluralidad política en reclamo distributivo y nivelación social, pero la hora del recuento y no sólo de votos sino social, llegó en julio pasado y la inepcia recurrente y por ello sospechosa del presidente del IFE, de la mano con el por fortuna ex presidente de la Suprema Corte sólo muestran una cosa: el Estado ha sido vaciado de sus precarios compromisos con la regulación social a través de la intervención correctiva o compensadora, y la democracia de los procedimientos minimalistas no puede responder ni encauzar el conflicto de masas, que ahora se resuelve en la disgregación de las comunidades o la opción por la ilegalidad flagrante y desafiante.
Las componendas bajo cuerda o el discurso de buenos componedores oficiosos no pueden enmendar las rupturas causadas por la imposición politica del año pasado, y las fantasías minoritarias sobre la posible emergencia de una democracia de señoritos y señoritas bien portados se estrellan pronto en el muro de sus propias falacias. Antes, se hablaba con desprecio de "los zapatistas", "las liebres blancas" o de los facinerosos colonos y ex bandidos que acompañaban al abigeo Francisco Villa. Hasta que tomaron la ciudad de México y las buenas familias empezaron a pensar en matrimonios de conveniencia, todo bajo el buen cuidado de la clerecía que no se resignaba al triunfo eminente de la secularización sembrada por los grandes de la Reforma Liberal del siglo XIX.
Reditar este lenguaje lamentable e indigno de la cultura y la modernidad a pesar de todo logradas, y resumirlo todo en el "lopezobradorismo" plebeyo y nada menos que mendaz, sólo nos recuerda aquello de que lo que una vez fue tragedia, al repetirse, no tiene más destino que la farsa o la mala comedia. Imponer sobre la imposición política una faramalla oligárquica no tiene otro destino que la final descomposición del Estado nacional y la redición, esta sí trágica y dolorosa, de los escenarios de disgregación regional y comunitaria que acompañaron nuestra historia por décadas.
Por ello, la reforma del Estado que buscan de nuevo partidos y legisladores tiene que arrancar de un claro y tajante rechazo a esta evasión de la realidad disfrazada de normalización democrática o de ilusoria estabilización económica. La historia de los retos no asumidos debe terminar, para dar paso a una de transparencia de fondo, que para volverse cemento real de una democracia creíble requiere con urgencia de una efectiva confrontación con una realidad devastada y empantanada. De otra forma, el autoengaño volverá por sus fueros y la cosa se pondrá cada vez más grave.
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