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domingo, febrero 25, 2007

ENRIQUE SEMO.

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domingo, 25 de febrero de 2007

Por Enrique Semo

Este año se cumple un aniversario que no podemos ignorar. Hace 25 años, un grupo bastante homogéneo de burócratas inició un silencioso golpe de Estado que había de llevarlos al poder. Durante décadas, el Estado mexicano fue gobernado por una élite cerrada, que en su tiempo Frank Brandenburg llamó "la Familia Revolucionaria". A partir de 1982 ha sido gobernado por un élite más exigua aún, que podemos nombrar "la Familia Tecnocrática". Durante cuatro sexenios, y pese a muchos pronósticos, la nueva familia ha mantenido el timón del país en sus manos y se prepara para hacerlo seis años más. No siempre visible, pero bien atrincherada en las instituciones de índole económica y financiera, con poderosos apoyos extranjeros directos, ha sabido imponer su orientación no sólo a tres gobiernos del PRI, sino también a dos del PAN.

Su gestión equivale a una verdadera revolución pasiva o a una revolución desde arriba que ha cambiado profundamente la estructura de la economía, la configuración de la sociedad y los equilibrios políticos del país. Sus dos antecesores -curiosamente siempre a fines de siglo- fueron los reyes Borbones que intentaron reformar a la Nueva España en los años 1763-1799 y el dictador Porfirio Díaz que en los años 1880-1910 transformó profundamente al México decimonónico. Ambos intentos desembocaron en violentas revoluciones y una brusca corrección de rumbo. La pregunta es cómo terminará la gestión tecnocrática. No soy de los que creen que la historia se repite, pero tampoco pienso que las lecciones del pasado pueden ser, simple y llanamente, ignoradas. Tanto los Borbones como Porfirio Díaz se propusieron modernizar a México y ponerlo a tono con lo que estaba pasando en los países más desarrollados de su tiempo. Para ello introdujeron cambios profundos. Sólo olvidaron un pequeño detalle: distribuir los beneficios económicos y políticos de sus reformas en términos razonablemente equitativos. A final de cuentas, los olvidados, los ofendidos y los excluidos -que eran muchos- acabaron rebelándose.

En el gobierno de Miguel de la Madrid, el cerebro económico detrás del trono fue Carlos Salinas de Gortari. Desde la Secretaría de Programación y Presupuesto fue el inspirador y el operador del cambio de rumbo que más tarde se conocería con el nombre de neoliberalismo. Su ascenso, así como el de su jefe, se construyó sobre la derrota de técnicos más keynesianos, como David Ibarra, Jesús Silva Herzog y Carlos Tello. El discurso que dominó desde 1982 y sigue dominando entre los tecnócratas tiene el sello del "pensamiento único" que caracterizó desde un principio la nueva corriente mundial, inspirada en las enseñanzas de Friedman y transformada en ideología dominante por Reagan y Tatcher. Somos -dicen los tecnócratas mexicanos- los mejores y, por lo tanto, nuestras políticas son las mejores posibles en las circunstancias dadas. Quien se opone a ellas carece de realismo y, por lo tanto, no tiene por qué ser escuchado. México está transitando por un proceso de modernización impuesto por los cambios en el mundo, y no hay otra alternativa posible. Como secretario de la SPP, Salinas defendía frecuentemente las políticas de De la Madrid, sosteniendo que eran las únicas consistentes con la realidad. Por más dolorosas que fueran, sin ellas la situación sería peor.

Existiendo sólo una solución acertada a los problemas, sostiene la tecnocracia, no hay lugar para discusiones ideológicas o consideraciones morales que introduzcan conceptos como Revolución Mexicana, soberanía, justicia social o democracia. Este acuerdo epistemológico reduce el espectro de las discusiones en el seno del grupo y lo blinda frente a las resistencias populares o los cuestionamientos de una izquierda ascendente. Considerándose la única fuente de la verdad y la razón objetiva, los tecnócratas siempre fueron más resistentes a la negociación con los sectores populares que los gobiernos anteriores. Incluso después del desastre de La Laguna durante su campaña presidencial, Salinas se negó a tomar en cuenta y responder al reto que representaba Cárdenas.

Desde el principio, una especie de dogmatismo excluyente ha caracterizado a los tecnócratas, que siempre responden a los cuestionamientos sistémicos con argumentos técnicos. José Córdoba le contestó una vez a Ifigenia Martínez diciéndole que "las críticas primitivas, obsoletas y decadentes llevan a análisis incorrectos... parece que, para ella, el Sol sigue girando alrededor de la Tierra".

Las reformas estructurales de los tecnócratas han seguido con una ortodoxia impecable los 10 mandamientos del Consenso de Washington, firmado en su tiempo por John Williamson. Las principales son: 1) disciplina fiscal que incluya la reducción del gasto público para reducir la presión inflacionaria; 2) una reforma tributaria que aumente los ingresos públicos sin tocar las ganancias para no frenar la inversión; 3) cancelar los subsidios, elevando el precio de los servicios públicos de acuerdo a su costo real; 4) desregular el sector financiero y el comercio exterior; 5) estimular en lugar de restringir las inversiones extranjeras en todas las ramas; 6) privatizar las empresas públicas para abrir espacios a la empresa privada; 7) liberar el mercado de todas las leyes que frenan la iniciativa privada. Si nuestros lectores revisan lo sucedido en este cuarto de siglo, hallarán las huellas indelebles de la ruta trazada en otras latitudes y la disposición de nuestros tecnócratas a seguirla sin jamás protestar, incluso con cierto orgullo por su papel de socios menores en el Gran Plan.

México firmó el TLC modificando no sólo la estructura del sector externo de su economía, sino también los paradigmas de su política internacional. Redujo drásticamente la presencia del Estado en la economía. Privatizó más de un millar de empresas, entre ellas la banca, industrias básicas, así como empresas de comunicación y transportes. Reformó el artículo 27 de la Constitución, abriendo el camino para la privatización de los ejidos, y entregó a la empresa privada la construcción y la explotación de las carreteras. El mercado de capitales sufrió una desregulación global. Además, los salarios fueron sometidos intencionalmente a una serie de presiones que redujeron considerablemente su valor real para atraer a las maquiladoras y ganar competitividad.

Las primeras medidas, titubeantes aún, se adoptaron en tiempos de Miguel de la Madrid, pero fue bajo la presidencia de Salinas cuando adquirieron un ritmo vertiginoso. Un vendaval de nuevas leyes y medidas oficiales fueron confiriendo a la economía una fisonomía en la cual el país de 1970 no podría jamás reconocerse. Los siguientes presidentes no han hecho sino continuar el camino iniciado.

La reforma estructural de la economía exigía cambios drásticos en la composición interna del Estado y las alianzas que garantizaban su estabilidad, y éstas fueron abordadas con la misma audacia. Los políticos y los técnicos que se opusieron a la marcha de la nueva camarilla fueron sistemáticamente alejados del poder. La primera beneficiada fue la Iglesia católica. La separación entre ella y el Estado, que databa de mediados del siglo XIX y había sido refrendada después de la Revolución, fue abruptamente desechada. Cambios constitucionales removieron muchas de sus cláusulas anticlericales y restituyeron al clero derechos políticos. Desde entonces, la Iglesia juega un papel decisivo en la estabilidad de los gobiernos neoliberales. La distancia -a veces recelosa- que existía entre el gobierno de Estados Unidos y México fue transformada en una alianza cada vez más estrecha con signos abiertos de subordinación. En cambio, los lazos que México siempre cultivó esmeradamente con los países de Latinoamérica y los movimientos progresistas del continente fueron sustituidos por una beligerante posición de derecha.

La hostilidad tradicional hacia el PAN fue abandonada en aras de una alianza que le permitió a Salinas pasar en el Congreso muchas de sus reformas constitucionales a cambio del reconocimiento, por primera vez, de los triunfos electorales locales del PAN. Mientras se desconocía por vía del fraude dos triunfos de la izquierda en las elecciones, Zedillo, cumpliendo las exigencias estadounidenses, le concedió al PAN la alternancia, para terminar con el sistema de partido único por la derecha. Pero los más beneficiados han sido los grandes empresarios mexicanos. México pasó del "papel rector del Estado en la economía" al "papel rector del gran capital privado".

Los resultados están a la vista de todos. Los índices vitales de la economía están a la baja. Ni se está superando el subdesarrollo, ni ha crecido el bienestar de la mayoría de los mexicanos. Con todo respeto por las diferencias epocales, comparada con los Borbones y Porfirio Díaz, a plenos finales del siglo XX y principios del XXI, la tecnocracia mexicana es... un fiasco. Y no puedo pensar en un epitafio más cínico y más apropiado para sus bodas de plata que la reciente declaración de Carstens, heredero actual de la leyenda tecnocrática, al Financial Times: "Hay países que en 20 años han hecho cambios significativos en su estructura productiva... y en el bienestar de sus habitantes... pienso que México está en una posición de hacer algo similar”.

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