Preservar la esperanza
Cuando en política todo parece inútil y siniestro, vacuo y errabundo, necesitamos una guía, una brújula, que nos devuelva la confianza en ésta, que debiera ser la más noble actividad humana, confianza que ha disminuido rápida y lamentablemente. En el año 2000, después de las elecciones parecía que se abría un ancho camino para que México avanzara por la democracia y la justicia.
Se había entonces logrado un cambio que un poco antes parecía casi imposible; el PRI, después de 70 años, fue derrotado en las elecciones federales y llegó el gobierno de un presidente con imagen de hombre sencillo y dicharachero que presumía de ser ranchero, muy católico, y de ser un ciudadano distinto a los que tradicionalmente habían ocupado cargos públicos de alto nivel.
Con esas armas, mucho dinero de quienes lo usaron desde la campaña y esperanza popular en el cambio, logró llegar a Los Pinos, pero, para asombro de todos, pronto enseñó el cobre: ni era ranchero, sino que había sido un alto empleado de una empresa refresquera trasnacional, en la que aprendió mercadotecnia y se educó en el entrenamiento pragmático de los vendedores de seguros: nunca aceptar un no por respuesta e insistir hasta que el cliente firmé el contrato. Tampoco era hombre sencillo, sino más bien ignorante, débil y mal informado sobre el país que iba a gobernar. Sí, era católico, como se ostentaba públicamente de palabra y mostrando imágenes religiosas viniera o no al caso, pero decepcionó a los católicos al romper su promesa de fidelidad matrimonial desde el inicio de su gobierno y contrayendo después nupcias en contra de las reglas vigentes en esa creencia.
No obstante, su matrimonio todavía cayó bien a la gente, les pareció a muchos que era una manera valiente de enfrentarse a los convencionalismos sociales. Nadie, sin embargo, esperaba, ni siquiera él, que la ambición de su cónyuge, su deseo de figurar y deslumbrar, y su propia torpeza y debilidad, lo llevarían a partir de entonces cada vez más abajo en el afecto y reconocimiento que alguna vez le llegó a tener el pueblo de México. Por el lado federal la esperanza quedó hecha añicos.
Se mantuvo en cambio, otra, la que encarnó Andrés Manuel López Obrador en el Gobierno de la Ciudad de México, y la que, ésa sí, no defraudó a sus gobernados. Inició con 20 "bandos" que no eran sino decisiones prácticas de gobierno y que expidió en los primeros 20 días de su gestión. Enseguida demostró que era un gobernante diferente, muy alejado de la petulancia que caracterizó durante años a la clase política del país, muy distinto también en cuanto a sus ambiciones personales, no aspiraba ni a hacer grandes negocios en provecho propio, ni a figurar en los círculos sociales distinguidos, ni a codearse con los potentados y los millonarios; cuando tuvo que tratarlos, lo hizo sin complejo alguno, con toda naturalidad y con la dignidad que su cargo de gobernante de la capital del país le confería.
Ante la comparación que queriendo o no se tenía que hacer entre los dos políticos más destacados del país, la figura de López Obrador fue consolidándose y creciendo y la de Fox empequeñeciéndose y opacándose, lo que motivo primero el intento de venganza a través del desafuero y después la zancadilla tramposa y ruin para que no fuera reconocido como el triunfador de la elecciones federales pasadas.
Y así estamos ahora, en medio de una pobreza política e ideológica generalizada, asombrados ante la mezcla confusa de panistas y priístas intercambiables; consternados ante el ascenso a los primeros planos del poder de personajes que debieran estar en las listas de los criminales más buscados del país y ante una política empequeñecida de arreglos y componendas, lo mismo en el Poder Ejecutivo que en el Legislativo o el Judicial, en todos los casos salvo algunas, cada vez más escasas, excepciones.
Ante ello, ¿qué nos queda para preservar la esperanza? Creo que mucho, pero, como bien señala el mismo Andrés Manuel, menos de la clase política, muy contaminada y más desde la gente, de las bases populares que se indignaron primero con el fraude electoral cometido, pero que luego iniciaron casi sin dilación, la formación de grupos, comités, pequeñas asociaciones de base, redes para el cambio.
La respuesta parece obvia, si bien no fácil: hay que reanudar el viejo camino recorrido otras veces, gracias al cual se han dado los grandes cambios en este país; primero que no nos gane el desánimo; segundo: fe en la gente, en su sabiduría, en su espíritu de lucha y sacrificio; tercero, organización para la acción eficaz, pero no pensando en que otros (nosotros incluidos en ese "otros") van a organizar a la gente; serán sin duda ellos, de abajo hacia arriba, los que formen sus propios grupos de acción y adopten sus propios procedimientos. Con decisión y ánimo se logra lo que se vislumbra como posible: un gobierno que atienda especialmente a los más necesitados, a los marginados, que busque la libertad, el orden y la justicia social.
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