Rafael Segovia escribe en el Reforma:
El reino bárbaro.
Nunca como ahora la barbarie, la saña y una brutalidad sin límites se habían apoderado del país. Familias enteras han sido y siguen siendo asesinadas. Lo más escandaloso de todo es la impotencia mezclada con la indiferencia de las autoridades, empezando por la del Presidente. Los degollados no los menciona siquiera. Las cabezas quedan ahí, como imágenes que nos vuelven a la memoria por haberlas visto en revistas de principios del siglo XX, en la rebelión de los Bóxers en China, donde las potencias europeas mataron hombres hasta hartarse.
Lo que vemos ahora no sucede en Pekín o en Shanghái, sino en Acapulco, por donde el Presidente se pasea con toda tranquilidad. Jamás se había alcanzado tal límite de salvajismo mientras el presidente de la República y su secretario de Gobernación, por no decir nada del de Seguridad Pública, se desentienden del tema.
El señor Calderón con su sutileza habitual habla de continuidad: si gana, ¿dónde piensa poner las cabezas cortadas?.
De haber responsabilidad, como en cualquier gobierno civilizado, las renuncias estarían amontonadas en la mesa del Presidente, y la suya se estaría discutiendo en el Congreso de la Unión. Pero si se ha enseñado que el político se debe caracterizar por la responsabilidad, el presidente de México en su afán de distinguirse no ha aceptado nunca responsabilidades de ningún tipo.
Para él, todos los asesinatos aparecidos día tras día en la prensa -pocos aparecen en televisión- no tienen nada que ver ni con él ni con su gobierno ni con su partido, son sólo un problema de los gobiernos y policías locales, él no puede reconocer ninguna de esas cabezas cortadas, que no pasan de ser un asunto de mal gusto que más vale olvidar lo antes posible.Si los muertos cotidianos son consecuencia de las guerras entre grupos de narcotraficantes, no podemos encogernos de hombros y desentendernos porque no somos ni consumidores ni traficantes.
Somos, nos guste o nos desagrade, ciudadanos de este país y, por consiguiente, responsables, cosa que el gobierno actual no quiere ser. Para descansar tras la protección del Estado, todos los gobernantes de la actualidad esperan con ansiedad el momento de ver la responsabilidad cambiar de destinatario.
Con los bolsillos forrados, sienten una paz idílica al alcance de la mano, un descanso merecido donde no les persigan los espectros de los cadáveres del día. Una larga estancia fuera de México, en un país donde la vida tenga todas las razones para durar, compensará este mundo de violencia, inseguridad y tristeza.
Ver pasar los días rodeados de guaruras, los privados, y de guardias presidenciales quienes tienen la para ellos triste carga de un puesto de elección popular.
El PAN, en un embarullado silencio, pues ya no tiene discurso, evade su propio mundo y, con la boca cerrada, trata de pasarle las culpas a Fox, ya indiferente a lo que le pase al país. Se ha olvidado del populismo, de sus temores y odios concentrados en López Obrador, de sus amores manifiestos por los hombres del dinero, que no de la autoridad, de las cabezas cortadas, los muertos abandonados en las minas, los líderes obreros condenados por no plegarse, todo ya no pasa de ser un deseo de olvido.
Si el político, conviene insistir, es el hombre responsable, si es en la responsabilidad donde funda su posible poder y su autoridad, la capacidad de ser obedecido, en México está en un abandono total. Quienes esperan estos días que el poder les caiga en las manos tienen más miedo a mandar que a ser juzgados por su desastre sexenal.
Aceptar gobernar sólo se hace con los ojos cerrados o con el convencimiento de ir empujado por una cultura tradicional donde nadie pone en duda las reglas del juego ni va a juzgar al otro. Los pocos lugares del mundo donde se juega con las cartas boca arriba han padecido de manera despiadada en ese camino que lleva a la democracia. Y decir lugares es una imprecisión intolerable, pues no han sido todos los englobados en un lugar, sino unos cuantos, por lo general pocos, quienes se han sacrificado para construir una sociedad, si no perfecta, aceptable, de la que nosotros carecemos.
La barbarie, la brutalidad, todo lo negativo es aceptado como algo necesario, imposible de eliminar. Cuando nos encontramos con una manifestación de individuos vestidos de blanco, reunidos contra la delincuencia, sabemos cuáles son sus intenciones, incluso estamos dispuestos a creer en su honestidad. Lo que ignoramos es cuánto están dispuestos a sacrificar para liquidar las situaciones que nos aterran cuando estamos frente a ellas. Más de uno se dice: mientras sean de narcos, ¡a nosotros qué!.
Sin advertir que esos crímenes bestiales son la culminación de una descomposición total, donde se puede asesinar con toda tranquilidad, con la impunidad de saber que lo monstruoso ya no pasa de ser una costumbre.
La condesa Calderón de la Barca, escandalizada por la vida de esta ciudad cuando llegó, fue acomodando su juicio con el tiempo, aunque las páginas finales de su libro son un suspiro de tranquilidad cuando se sabe fuera de ella.
Seguimos en las mismas: el dinero se ha ido de México a países donde se respeta la propiedad, pero en primer lugar la vida; quienes son los dueños de ese dinero lo hacen acompañar por sus hijos, ya no sólo para protegerlos, cosa natural, sino para sumirlos en otra cultura, en nuevos estilos de comportamiento, en el aprendizaje de otros valores, por el que suspiran los amos de la riqueza nacional.
No se adentrarán sólo en otros modos, abandonarán para siempre este mundo.
Puede ser que a la larga salgamos ganando.
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viernes, junio 30, 2006
PUEDE SER QUE A LA LARGA SALGAMOS GANANDO.
Publicadas por Armando Garcia Medina a la/s 5:37 p.m.
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