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sábado, octubre 14, 2006

EL PATÉTICO SISTEMA CREADO POR FOX Y CIA.

La ficticia normalidad.

Benedicto Ruiz.

Una de las pautas más perniciosas impuestas por el gobierno de Vicente Fox ha sido la construcción de un discurso que niega la realidad social y política del país, la profundidad de sus problemas y los rezagos históricos que lo aquejan. No fue inaugurado por él porque en realidad ha sido la constante en la conducta de la clase política mexicana, pero Fox llevó a tal extremo ese discurso que lo transformó en una patología digna de un análisis sicoanalítico.

Fox ha gobernado a un país sin problemas, con una economía fuerte y en ascenso, muy similar a la de los países desarrollados, con una democracia consolidada e incuestionable, con sectores en pobreza en franca recuperación, sin polaridades sociales y conflictos derivados de la desigualdad; una sociedad armoniosa, satisfecha de sus instituciones y de sus niveles de vida, con claridad de sus fortalezas y con un optimismo insuperable con respecto a su futuro.

“Entregaré a Calderón un país en marcha”, acaba de decir para rematar su sexenio, mientras regiones enteras de México se convulsionan por los conflictos sociales, la inseguridad, la corrupción en varios niveles y prevalece la incógnita de si Calderón efectivamente podrá gobernar. Lo mismo hacen otras autoridades, a nivel estatal o municipal, los que ante las presiones de la sociedad niegan todo y apelan con energía a la normalidad.

En el colmo de este discurso, el gobernador impugnado de Oaxaca ha dicho que su administración funciona con normalidad, mientras corre a salto de mata y da conferencias fuera de sus oficinas de gobierno. Lo mismo pasa en otros ámbitos de autoridad o de poder, pero también en sectores importantes de la sociedad que abrevan de la información televisiva y de una cultura que gradualmente se ha ido imponiendo desde los centros educativos y el discurso dominante de los políticos o de los “líderes de opinión”.

Para esta tendencia de pensamiento, la “normalidad” es ahora un marco de referencia que no necesariamente desconoce los problemas, sino que en todo caso minimiza su dimensión y la profundidad de los mismos. Lo que quiere decir en el fondo es que los problemas sociales o políticos, o incluso de otra índole, nunca deben ser el objeto de una bandera política o el motivo esencial de la organización y el cuestionamiento de los ciudadanos.

Los problemas nunca deben llevar al cuestionamiento de los gobiernos y a poner en duda el papel de las instituciones, porque es justamente eso el detonante de los conflictos.

En esta lógica es “normal” que en un país exista pobreza y desigualdad social, que haya corrupción en las distintas esferas de gobierno o que haya ciertas dosis de violencia en las calles de las grandes ciudades;
es normal que en una elección local o presidencial haya grupos que se inconformen con los resultados, que protesten y desconozcan a los gobiernos electos;
es normal que las democracias no funcionen plenamente o que los ciudadanos desconfíen de las instituciones;
es normal que haya diferencias entre pobres y ricos o que unos tengan trabajo y otros no.

Es normal que los poderes fácticos utilicen sus recursos económicos y políticos para denostar a un adversario;
es normal que el titular del poder ejecutivo haga campaña, desde su esfera de poder, a favor del candidato de su partido;
es normal que los medios mientan o vendan información tergiversándola;
es normal recurrir a todos los medios posibles, como el odio y la mentira, para ganar una campaña electoral;
es normal la parcialidad de las instituciones, la intervención facciosa de las mismas, los errores aritméticos en el conteo de los votos y que las instancias electorales se nieguen a dar certeza en los procesos comiciales.

Todo ello es normal, menos la protesta y la indignación de los ciudadanos, los sentimientos de agravio por el cinismo y la desfachatez del poder. Eso ya no es normal.

Eso ya es estar en contra de las instituciones o manejar intereses extraños que rompen la armonía de la sociedad, incendiando los enconos y apelando a las diferencias, desconociendo la pluralidad y los carriles aceitados de la democracia liberal. Eso es llamar a la rebelión y al enojo de las masas, eso es despertar al México bronco como intenta decir la revista Letras Libres, agitar a la plebe para que asalte los palacios de gobierno y desconozca a las autoridades producto del fraude.

En un país moderno, civilizado, con instituciones democráticas consolidadas y con una sociedad armoniosa satisfecha de su presente y de su futuro, con partidos dignos y pulcros en su actuación y una clase política sensible y honorable en el manejo de los recursos públicos, con poderes independientes y unos medios televisivos preocupados por el bienestar y la cultura de los mexicanos, no cabe el alboroto de la plebe ni los líderes carismáticos que puedan representarla, menos aún la protesta y el bloqueo de las calles y tomas de plazas, la impugnación de las instituciones o de los gobiernos facciosos.

Sólo cabe la normalidad. La normalidad de foxilandia y la carga ideológica que conlleva; la exclusión de los que no piensan igual y de los que quieren cambiar esa realidad.

Calderón puede ser la continuación exacerbada del autoritarismo que se esconde detrás de esta imagen de armonía.

El autor es analista político e investigador de la UIA TijuanaCorreo electrónico: benedicto@tij.uia.mx

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