El ciclo constitucional.
Diego Valadés.
13 de septiembre de 2006.
Vivimos los efectos de una dañosa retórica adversa a la Constitución. Por décadas la política se apoyó en los aciertos sociales del Constituyente: el repartimiento de tierras, los derechos laborales, las acciones educativa, sanitaria y asistencial, y otras prestaciones colectivas a cargo del Estado, perfilaron a la Constitución como factor de equidad y de justicia. La evolución del juicio de amparo la convirtió también en el sustento de la libertad y de la seguridad jurídica. Sin embargo, la norma suprema tendió a ser utilizada para vertebrar el discurso oficialista y como un sucedáneo de las libertades públicas. El nivel más elevado del aprovechamiento político de la Constitución se alcanzó cuando un presidente la convirtió en su programa de gobierno.
En ese punto comenzó a decrecer el aprecio colectivo por la norma suprema, porque las objeciones al desempeño gubernamental adquirieron un tono crítico que alcanzó a la Constitución misma. Los gobernantes advirtieron este proceso y fueron omitiendo el fraseo constitucionalista; poco a poco las referencias al texto de Querétaro disminuyeron de lo cotidiano a lo anual.
En la actualidad, la Constitución no suscita la adhesión espontánea que acompaña la vida de textos análogos en las democracias consolidadas. De esta suerte, nos estamos quedando sin una referencia que permita arbitrar en los conflictos; que estructure, equilibre y controle a los órganos del Estado; que haga razonables y predecibles las relaciones entre los detentadores del poder, y que tutele los intereses de la comunidad ante los órganos del poder y frente a los poderes de facto. En este sentido es contradictorio alegar el derecho a la democracia al tiempo que se desvirtúa el único soporte posible de los derechos.
Las tesis conservadoras que controvirtieron la Constitución en los años 20, a veces son reproducidas como argumentos progresistas. Es evidente que numerosas reformas constitucionales fueron ajenas a una técnica jurídica aceptable, pero esto no basta para impugnarlas. La estrategia de desacreditar a la Constitución en bloque implica riesgos para el país. No se advierte que en el paquete van el Estado laico, la educación pública y los derechos sociales, por ejemplo.
Es cierto que en materia de derechos fundamentales se requiere actualizar y adicionar la norma suprema, pero en forma alguna derogar lo que está en vigor. Negar la necesidad de los cambios hacia el futuro me parece tan conservador como desconocer lo que se ha conseguido en el pasado.
El principal déficit de la Constitución está en la organización y en el funcionamiento de los órganos del poder político. Por eso muchos mexicanos hemos abogado por introducirle cambios profundos, lo que no implica cuestionar su validez. Temo que los reiterados esfuerzos para promover reformas constitucionales hayan tenido un efecto lateral indeseable, porque han provisto de argumentos a quienes impugnan la totalidad del ordenamiento y postulan la convocatoria de un congreso constituyente.
Es comprensible que la idea de una nueva Constitución resulte seductora desde muchos puntos de vista. De alguna forma confiere un tono épico a la actividad de los protagonistas, porque tendrían como referente las constituciones históricas de 1857 y de 1917.
Es indiscutible que el sistema constitucional está urgido de un ajuste a fondo, porque no incluye instrumentos de responsabilidad política ni contempla los efectos en el gobierno del pluralismo democrático que sustenta al Congreso. Pero también es necesario admitir que las constituciones nunca han sido, en parte alguna, una panacea. Incluso con sus deficiencias, los resultados de la norma actual habrían sido mejores si no se hubiesen producido tantos y tan graves errores como los perpetrados por el presidente a lo largo de su penoso desempeño.
Por cuanto hace a la organización y al funcionamiento de los órganos del poder, el ciclo constitucional está cumplido. Se hace indispensable construir un nuevo sistema de equilibrios y auspiciar la centralidad política del Congreso. Esto no supone sustituir al sistema presidencial; implica, sí, racionalizarlo, ponerlo a punto con una sociedad que ya no teme los procesos electorales competidos ni la presencia de mayorías distintas en la Presidencia y en el Congreso. No es necesario un sistema parlamentario, pero sí es indispensable contar con ministros responsables ante el Congreso y, por ende, ante la nación. El ciclo de la irresponsabilidad política debe concluir.
diegovalades@yahoo.com.mx
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
¡NO A LA QUEMA DE LAS BOLETAS ELECTORALES!.
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miércoles, septiembre 13, 2006
EL CICLO DE LA IRRESPONSABILIDAD POLÍTICA DEBE CONCLUIR.
Publicadas por Armando Garcia Medina a la/s 2:21 p.m.
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